miércoles, 10 de enero de 2007

A PROPÓSITO DE LOS ÚLTIMOS AÑOS DEL CINE ECUATORIANO



(Comentario)

Juan Pablo Castro Rodas

El arte constituye la posibilidad de recrear el mundo, de someterlo a la interpretación maravillosamente subjetiva de un ser humano. En ese tránsito la vida se expresa en un conjunto de sentidos estéticos pero también políticos. De ahí que reflexionar sobre el cine ecuatoriano de los últimos años supone necesariamente una mirada que traspase esos niveles, como si fuese un bisturí de luz que atraviesa la tela blanca de la pantalla.
Después de La tigra y de Entre Marx y una mujer desnuda, películas realizadas por Camilo Luzuriaga, el cine ecuatoriano entró en una especie de silencio, de esos que presagian el abandono o la dicha de lo premonitorio. Para alegría del país suponía lo segundo. Apareció Sueños en la mitad del mundo de Carlos Naranjo; Ratas, ratones y rateros de Sebastián Cordero. Ese primer momento dio lugar a emociones encontradas. Por un lado, teníamos una versión folklorizada y tibia de la realidad “mágica” del Ecuador, y por el otro un triller made in Latinoamérica, que conjugaba lo referencial con aciertos en su poética cinematográfica. Sueños suponía la afirmación de una imagen configurada sobre el estereotipo: del exótico mundo colorido, de un país cercano a Macondo pero irremediablemente lejano. Ratas… se convirtió en una suerte de cuchilla que se introduce con ligero goce en el corazón de lo nacional. Dos sentidos diferentes para dos cines diferentes: Sueños en la condena, la desdicha de lo desperdiciado. Ratas el triunfo, la construcción de una estética propia.
Luego llegaron Alegría de una vez de Mateo Herrera, Maldita sea de Adolfo Macías, Fuera de Juego de Víctor Arregui, Tiempo de ilusiones, de Germán Aguilar y Margarita Reyes, Un titán en el ring de Viviana Cordero y más recientemente Cara o Cruz de Camilo Luzuriaga. Además de cortometrajes documentales de Yanara Guayasamín, Juan Martín Cueva, Manolo Sarmiento, entre otros. Hoy podemos ver cine ecuatoriano ya no en salas pequeñas y aisladas si no en aquellas que pertenecen al circuito internacional. Desde luego eso no supone decir que estamos en un boom, y peor aún afirmar que estamos entrando en algo cercano a industria cinematográfica nacional. Estamos asistiendo a una atmósfera diferente, optimista, pero necesariamente crítica. Alegría de una vez, evidenció que para hacer cine se necesita más que creatividad y coraje, hace falta sobre todo compromiso con el lenguaje –como decía Cortázar-. La película se quedó como un retrato apurado de la adolescencia, más sociológico que cinematográfico. Con Maldita sea nos acercamos al vértigo de un cine descarnado, que busca establecer una especie de poética de la violencia. Duró apenas dos semanas en cartelera, tal vez porque dentro de esa disputa de lo marginal y lo travestido no encontró escenario en el imaginario del espectador quiteño, más alunado que aterrizado. Fuera de juego reanudó el entusiasmo, sobre todo de la crítica impresionista, que anunciaba un renacimiento del cine nacional en el contexto del mundo. Obtuvo el premio a Cine en Construcción en San Sebastián-España. Sin embargo ya en la sala, muchos fueron los comentarios que le quitaban crédito a la cinta por sus carencias cinematográficas. Más bien se escucharon comentarios en torno a un aparente –quizás no conciente- acercamiento a la política internacional que condena la migración. Si alguien fue con ilusiones a mirar Tiempo de ilusiones seguramente encontró un melodrama apurado y predecible que desafió la resistencia de todo inteligente espectador. No obstante, en términos de su construcción formal la película resulta ciertamente aceptable, pero la historia que entremezcla la migración con el furor de la tecnocumbia termina por ocultar los logros técnicos. Un titán en el ring retomó la vinculación de lo mítico popular con la fabulación de un mundo apretado en su angustia, con personajes heroizados desde la salvación paternalista y otros que resultaban caricaturas apuradas e innecesariamente hiperbolizadas. Al final la metáfora del barquito de papel en el río resulta extraña.
Cara o cruz nos pone nuevamente con un espacio narrativo recurrente en la poética de Luzuriaga: la casa. Una casa que se reconstruye desde la mirada de sus personajes pero que no impide que entre ellos devenga el desgarramiento. Película de personajes atrapados entre la ventana y el abismo. A veces casi asfixiante, la historia nos involucra con la visión de los personajes en primeros planos y nos vuelve casi testigos de los mínimos gestos del dolor. Quizás la creación colectiva del guión explica algunas inconsistencias en la historia, como la ausencia de una conflictividad narrativa. Parecería que los personajes –a veces en el extremo de un expresionismo teatral- tratan de mantener la historia a costa de inventarse un mundo quebrado que en apariencia resulta menos dramático. Tampoco se explica la exhumación del cadáver de la madre. Como si el signo, desprovisto de sentido, tuviese que ser resuelto en analogías ontológicas. Una película intimista, cercana a la condición humana que aunque en permanente confrontación consigo misma termina por resolverse en el espacio de la luz.
Así, nos encontramos con disímiles resultados, con propuestas estéticas sugestivas, y otras improvisadas. Con historias descarnadas, violentas, o cursis y emplumadas. Pero hay un rasgo común en todas ellas. Una suerte de acercamiento a lo que somos, a una visión intimista que buscar reafirmar una identidad compleja como la nuestra. En un acercamiento que nos retrata, que nos corporiza, que nos devela. Un cine que se nutre del triller norteamericano, del melodrama español, de la estética de la violencia del cine latinoamericano. Un cine que apela a lo ficcional para escudriñar en lo documental. Sin embargo en esa carrera se golpea, y sangra. Como cualquier acto de construcción, el cine nacional a veces se desmorona, pero resurge, se desgaja o se triza, pero retoma la fuerza. En ese recorrido se hace necesaria la presencia de un espectador, una espectadora exigentes, que dejen de lado los aplausos paternalistas de antaño, que pida calidad, que critique y que goce. Después, cuando el tiempo se vuelva años, podremos festejar la existencia de país con mejor cine, con mejor vida.

*Fragmentos extraídos de la revista libro Cyberalfaro # 6.

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