miércoles, 10 de enero de 2007

LA INMIGRACIÓN COMO POLÍTICA DE ESTADO



(Historia)

Ricardo de la Fuente

Cada vez que un guardacostas norteamericano intercepta un barco pesquero cargado de inmigrantes, varias paradojas salen a la luz. En primer lugar, resulta curioso comprobar que esos guardacostas ya no cuidan las costas propias de los Estados Unidos (como lo hacían cuando interceptaban a los “marielitos” cubanos), sino las costas ajenas: las de Costa Rica, las de Guatemala e incluso las costas de Ecuador, que miden nada menos que 200 millas.
Otro contrasentido es que los cientos de ecuatorianos prófugos, cuyo mayor anhelo era hasta hace algunos años “ganar en dólares”, huyen literal y clandestinamente de un país donde ahora también se gana en dólares, para buscar asilo ilegal en otro país donde circula la misma moneda, pero cuyos salarios son geométricamente superiores.
Curioso es, asimismo, que el país que frustra sistemáticamente los viajes clandestinos devino en “gran nación” gracias a los inmigrantes.

Una antigua costumbre
Tal parece que a la mayoría de los hombres nunca les atrajo la idea de quedarse indefinidamente en un mismo sitio del mundo que les tocó en suerte. Evidencias arqueológicas y ahora también biológicas, facilitadas por el desentrañamiento del “mapa del genoma”, demuestran que allá por los tiempos de los Cromagnones y los Neanderthales, las tribus iban y venían, huyendo de los glaciares, siguiendo a los mamuts o buscando nuevos sitios de asentamiento donde las condiciones de vida fueran menos dramáticas. Una difundida teoría afirma que el Estrecho de Behring fue el puente por donde remotos mongoloides cruzaron hacia lo que muchos miles de años más tarde sería América, poblándola con generaciones de indios de piel oscura, ojos rasgados y altos pómulos.
Le lengua indoeuropea, por su parte, fue el protoidioma que se diversificó en decenas de lenguajes diferentes, aunque vagamente emparentados en sus orígenes, cuando los pueblos que los crearon fueron asentándose en todos los rincones del continente euroasiático, tras épicos viajes motivados en la satisfacción de las necesidades básicas de su tiempo, entre las que constaría, seguramente, la más elemental de conservar la vida mediante una retirada a tiempo, antes de que sobreviniera la aniquilación a manos de los clanes enemigos.
Las guerras, el hambre, la sequía, la hostilidad del clima y más tarde la intolerancia religiosa, fueron sin duda causas directas de las grandes migraciones de la antigüedad. ¿Qué fue el famoso éxodo de las doce tribus de Israel, episodio narrado en la Biblia, sino un vasto movimiento migratorio detonado por esa mezcla de invasiones, guerras, conquistas y expulsiones masivas?. La historia está plagada de hechos similares.

Inmigrantes de ayer, inmigrantes de hoy
¿Qué diría hoy Edmudo De Amicis - tan poeta él, tan profundamente humano- si viera la cara atroz de las migraciones contemporáneas? ¿Cómo hubiera reaccionado ante las autoridades de su amada Italia, al verles rechazar los buques cargados de albaneses, devolviéndolos al mar, al horizonte, a la guerra?.
¿Cuál sería la opinión del gran escritor italiano si visitara las alambradas eléctricas que la Aduana de los Estados Unidos ha tendido a lo largo de la frontera con México?.
Diría, sin duda, que los tiempos han cambiado, y es verdad.
Ya no hay llanuras que repartir en el mundo, a dos dólares la hectárea. El neoliberalismo ha dado libertad al zorro, para que se harte en el gallinero y el mundo resultante está habitado por muy pocos zorros, muy gordos, frente a muchos desplumados.
La injusticia es hoy más flagrante y abismal que nunca antes en la historia. Los recursos del planeta están en pocas manos, en pocos países.
Este desbalance globalizado impele a millones de personas a tratar de salvarse emigrando hacia donde está el trabajo, el bienestar, las oportunidades. Son demasiadas manos ociosas frente a muy pocos –cada vez menos- empleos bien remunerados. Las naciones ricas se defienden ante el aluvión humano que pugna por entrar, de a buenas o de a malas. Ya nadie invita a poblar, por el contrario, casi todos instan a despoblar y erigen barreras, controles, requisitos, imponen visados, exigen pagos tan sólo por el simple derecho a solicitar. Los países abiertos ayer de par en par, hoy están cerrados a cal y canto.
El inmigrante ya no es una condición deseable, es un indeseable, un paria, un sudaca, un negro, un hispano, ¿qué más da?.
El “chicano” que cultiva los campos de California es tan necesario como el ecuatoriano que dobla la espalda en los huertos de Murcia, pero también tan renovable, y por ello prescindible. Ninguno de ellos es un colono, sino un simple migrante, un trabajador golondrina, alguien anónimo, sin derecho a nada.
Canadá es acaso el único país que aún mantiene una política de Estado en materia de migración. Pero no son tontos los canadienses: admiten sólo aquellos que necesitan, porque no quieren crearse problemas con gentes que carecen de destrezas. Y por cierto, es lógico que lo hagan así.
El resto es azar, aventura clandestina, subterfugio legal. Si los gobiernos carecen de planes serios para acoger a los inmigrantes que podrían hacer producir sus regiones más abandonadas, se exponen a sí mismos a que los vecinos se les filtren por las ventanas.
Lo saben muy bien los cientos de colombianos y peruanos que vienen a Ecuador porque aquí – ¡ironías del destino! - ahora se gana en dólares...


* Fragmentos extraídos de la revista libro Cyberalfaro # 8.

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