miércoles, 17 de abril de 2013

Hallado en la grieta de Jorge Velasco Mackenzie


Por Paúl Puma[1]
“Escribir indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene-mujer, se deviene-animal o vegetal, se deviene-molécula hasta devenir- imperceptible.”

Gilles Deleuze
LA LITERATURA Y LA VIDA

La historia de la novela Hallado en la grieta de Jorge Velasco Mackenzie navega de isla en isla desde la llegada del barco El Albión a las Islas Galápagos, a las Islas Encantadas, que a lo largo de esta narración aparecen más bien como islas siniestras. El viejo Valdemar Ventura y su mujer de sangre oriental comprada Ailyn regresan después de “veinte años, siete mil trescientos días con todas sus horas y lluvias” a Indefatigable, a la isla Santa Cruz para encontrar la venganza: el sopor mutuo: el odio de Ailyn hacia su único postor y la búsqueda de las tumbas de sus padres Toshiko y Junko o el recuerdo abominable de ellos: aquel tan cruel, el de la bomba de Nagasaki e Hiroshima que los obligó a ocultarse del mundo como Ibakushas (o sobrevivientes del holocausto por mano estadounidense) despreciados como leprosos en busca de una nueva región para olvidarse de sus otros congéneres obligados a hacer o rehacer una nueva vida.   

En ese peregrinaje de Valdemar y Ailyn aparece Amanda, la prostituta que alguna vez amparó en sus brazos a Ventura y ahora busca a su Hipólito, su único amor, el héroe extraviado, el postrero marido, un prisionero desaparecido del destruido territorio Penal de Isabela apoyada en sus dos amantes: Juan Antúnez, el fantasma (“Si nadie lo ha visto, si nadie puede reconocer las huellas de sus pisadas y de su cuerpo, nunca existió.”)[2] y Julián, el polizonte. Aparecen Eufemio, el capitán que nombró a su paquebote Tigre III en honor a su hijo y Billy Blackman el suicida buscador de un tesoro y pieza clave sin la cual Valdemar nunca hubiese conocido a los padres de Ailyn. También emerge como una sombra Nabor Tomalá o El indio ausente, espía o testigo de la compra-venta de Ailyn. Entre otros personajes acuciosamente construidos –incluso en sus nombres, pues algo tienen de esas novelas clásicas de mar que se mantienen incólumes en nuestra recordación– para esta intriga que los revela cíclica, dialécticamente y con sagacidad a lo largo de toda la obra.

Hallado en la grieta es una narración que acude, cada que encuentra lugar, a Herman Melville y su obra Las encantadas. Asimismo se aferra a Moby Dick. Pero toca o bebe de las aguas de otros autores como Luís Vaz de Camôes, Pablo Palacio, Antonio Cisneros, Tristan Tzara, Fernando Pessoa, Ovidio, Paul Valéry, Mario V. Llosa o Mary Shelley. Estas, entre algunas referencias, son acaso muelles para anclar los barcos de la novela, son presencias en el hilo de esta historia que matizan y brindan asidero a la invención.

Novela de aventura que acoge en su vientre historias “palabreadas” desde la mirada del investigador, del periodista riguroso que sabe donde guiar el timón hacia la ficción desde un barco y un mar reales, desde los datos histórico-geográficos y los enigmas que, en este caso, rodean al antiguo y mal llamado Archipiélago de Colón.

Líneas bien meditadas que pueden reservar breves y diestras elipsis, párrafos bien pensados y argumentados, hipótesis comprobadas, capítulos rematados con prolijidad que encierran acertadas comparaciones y lúcidas imágenes: “Es un mundo pequeño, ¿no? Apenas cabe un dedal en el dedo y la aguja no entra. Empuja el mundo.”[3] “El miedo hundía su horror como un arpón en la carne.”[4] “La mañana se volvió calurosa, lenta, pesada, un ancla atrapada en las piedras de la isla.”[5] Así como frases que representan verdades: “Todos los caminos que conducen a la aventura o al placer son escabrosos.”[6] “…quien bebe solo siempre se inventa un interlocutor que lo escucha.”[7] “El vidrio es pureza. El metal es venganza.”[8] “…la ley viene siempre después del delito.”[9] “Así vive la serpiente con su propio veneno, la mordedura del perro se sana con su propia pelambre, la muerte se cura con los restos de la misma muerte.”[10] “…cuando una nave se hace a la mar no se prepara para navegar sino para no zozobrar. La vida es como la nave. No la vives, la mueres.”[11] Una urdimbre hecha de frases tentadoras: “¿Han visto una mirada con fuerza? Claro, la han visto. Es cuando en la pupila se dibuja una daga que tiene en la punta una gota de sangre.”[12] Todas nos conminan a escrutar en la realidad de la ficción o viceversa: objetivo novelístico cumplido: “…la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata… La ficción se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso. Su identidad total con lo que trata podría tal vez resumirse en la frase de Goethe que aparece en el artículo ya citado de Kayser (¿Quién cuenta una novela?): La Novela es una epopeya subjetiva en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su manera; el único problema consiste en saber si tiene o no una manera; el resto viene por añadidura. Esta descripción, que no proviene de la pluma de un formalista militante ni de un vanguardista anacrónico, equidista con idéntica independencia de lo verdadero y de lo falso.”[13]

Las escenas que se destacan son cuadros casi cinematográficos, bien elaborados. Perturba, en demasía, aquella escena en que Ailyn le relata al capitán del Tigre III las atrocidades del ataque nuclear o el temido “silencio de la ola”[14]: “Eran cientos los heridos, distintos por todos lados, y los muertos reflotando en las aguas de los siete ríos de Hiroshima, el abanico quemado. Arrastrando a Junko que aún herido seguía maldiciendo Tenno Haika, alcanzamos el puente Koi y miramos adentro de la trinchera cavada por los soldados para detener el fuego, según la orden imperial para detener la invasión; de ahí emergían los soldados sangrando por todas partes de sus cuerpos, lo más terrible de mirar eran sus cabezas, el pelo estopado de sangre coagulada y los ojos chorreantes ‘¡Bansai! ¡Bansai! ¡Tenno Haika!’ Cantaron a nuestro paso.”[15] Logrados y paradójicos algunos cuadros como el de Ailyn arrastrando al viejo y ebrio Valdemar inundados por el agua así como el de Toshiko haciendo hasta lo imposible por salvar la vida de su esposo Junko San.

No hay deudas que el lector pueda reclamar al narrador en este viaje marítimo. Ni siquiera su adjetivación malvada para el mar o las islas, los ambientes naturales o sobrenaturales –los presagios oscuros, mórbidos– de esta aventura.

La construcción de la novela, el desarrollo de la trama, el contexto, los puntos de quiebre, la tensión o la expectativa generadas (donde el mar, el viento, los objetos adquieren vida propia y aseguran el enigma hasta su desenlace) nos advierten de la narrativa depurada con corrección, hecha como de las manos de un conocedor orfebre que sabe intercalar la evolución de los personajes, las escenas, los diálogos y los ambientes con las metáforas y las comparaciones de matiz poético que alcanzan los ejes temáticos o breves capítulos hipotéticos de la novela.

Los conflictos de la obra hablan de la muerte o el odio o el miedo como sustancia de una trama que enajena y sostiene en vilo la emoción del lector. Su trama disipa al lector, lo orilla al tormento y a la nostalgia de un narrador y su historia , pensada desde lo verosímil (intuimos aquí al autor): “Hay siempre en el interior del idioma, en el interior de la propiedad, una diferencia y un comienzo de expropiación, que hace que el ‘alguien’ que escribe no pueda nunca replegarse sobre su propio idioma, y sea un ‘alguien’ que ya está difiriendo de sí, disociándose de sí mismo en su relación con el otro. Este ‘alguien’ es ‘algún otro’, alguien que habla al otro, no se puede decir que simplemente sea el que es. Yo diría, pues, que si hay escritura supone una afirmación; es siempre la afirmación de algún otro para el otro, dirigida al otro, afirmando al otro, a algún otro. Siempre es algún otro quien firma.”[16] Intuimos, la experiencia del ojo experto del autor para plasmar breves fragmentos de vida en su libro-sinfonía que es una “música hecha de silencios”[17] similar a ese fandanguillo de los “escualos de movimientos sinuosos y siniestros, como si estuvieran actuando en una danza sin música y sin espectadores debajo del agua”[18], que nos entrega Mackenzie en su vigésimo segundo emprendimiento literario.

En la finalización del capítulo Las grietas podemos encontrar una suerte de punto de giro en la novela. Hasta aquí el narrador es invisible (véase Manuel Puig) si no fuera por dos o tres frases claves que le dan vida. Después hace su entrada como si se tratase de un contador oral a veces omnisciente, a veces omnipresente, pues revela, por ejemplo, que Ailyn ayuda a parir a una mujer fuera de un nosocomio, o asiste a los detalles infartantes de la caída de la bomba en Nagasaki y es testigo  privilegiado de la intimidad de esa alcoba en la que Ailyn y Valdemar dormitan o se aman o se matan.

Es por demás elocuente y sobrecogedor el monólogo final de Valdemar Ventura, una suerte de retrospectiva por el personaje principal de la novela: “Odio mi fea carnalidad. Esa que veo morir a diario en el espejo donde al afeitarme me miro viejo, un meditabundo errante entre las olas… Aborrezco mi andar crispado, jorobado, en busca de un trago que no encuentro en toda la isla. Mi cuerpo hediondo a alcohol hasta la muerte... Vivo con una mujer en una cueva que nadie conoce, donde solo existe la mordedura del hambre y la sed perpetua… Por eso veo doble, dos veces el mismo dolor…”[19] Dicho monólogo contrasta con la descripción de la infancia de Ailyn que al parecer sonríe tres veces en la historia – ¿el  único destello de alegría pura que se observa en el sistema narrativo?–: “Como era aún una niña de doce años, pensaba en corales y caballitos de mar; un gran caracol blanco que vio roto en un acantilado, olas y espuma; arena, niebla y mar… Entre la lobreguez imaginaba batallas de soldados diminutos,  luchando contra un inmenso dragón; un fuego furioso y un gran hongo que rompía el aire… Por las hendiduras de la gran ventana del corredor comenzaban a meterse cuchilladas de luz cuando Ailyn se quedaba dormida en su jergón.”[20]   

Tensión, expectativa, imaginación detallista, registro argumentativo riguroso que a ratos nos hace recordar El viejo y el mar del maestro E. Hemingway con las distancias necesarias: hay tantos términos que subraya un conocedor del mar desde el continente o fuera de él: regolfo, rada, barlovento, ristre, martinpescador, rabihorcado, ibis, balandra, estuario, baladro, minarete, chalupa, paquebote, sotavento, róbalo, entre otros, que alcanzan su esplendor en el uso que hace de ellos el autor para sustentar su visión de las cosas y de sus personajes permitiéndoles nadar firmemente entre sus páginas hacia ese cuadro de desolación que Mackenzie quiere fabricar al final, en La última roca.

No estamos frente a alguien que señala una casa encendida, quizás, por una luz mortecina donde alguien seguramente morirá, tal vez un pescador que se propuso llevar a su pez enorme hasta su costa sin importarle todo. Asistimos al cuadro cotidiano de una sola inundación que trae su plaga incluida y que sofoca una vida doble en una dulce habitación compartida para la eternidad: la de Ailyn –que juró matar a su comprador cuando fue poseída por primera vez– y  la del Valdemar –es así como se podría designar al amor que se descubre detrás del odio de años– para brindarnos una frase que atisbe vida en otro lugar, quizás en esa región inmarcesible de la muerte que aún palpita en la memoria, aquella, la del mañana que se acerca.

Salud.
     


[1] (Quito-1972). Poeta, dramaturgo, periodista y editor literario. Ha publicado: El Pato Donald tiene Sida o cómo elegir los instrumentos de la desesperación y Los Versos Animales (CCE, 1996), Mickey Mouse a gogo (CCE, 2001), Felipe Guamán Poma de Ayala, Premio Nacional Aurelio Espinosa Pólit (Editorial Planeta, 2002), Pi (CCE, 2010), Eloy Alfaro Híper Star (2002), Paúl Puma: Antología Personal (Editorial Mar Abierto, 2011), Mischa (CCE, 2011).
[2] Velasco Mackenzie, Jorge, Hallado en la grieta, Editorial Mar abierto, 2011.
[3] Ibídem.
[4] Ibídem.
[5] Ibídem.
[6] Ibídem.
[7] Ibídem.
[8] Ibídem.
[9] Ibídem.
[10] Ibídem.
[11] Ibídem.
[12] Ibídem.
[13] Saer, Juan José, El concepto de ficción, Ariel, Espasa-Calpe, Argentina, 1997.
[14] Velasco Mackenzie, Jorge, Hallado en la grieta, Editorial Mar abierto, 2011.
[15] Ibídem.
[16] Jacques Derrida: leer lo ilegible, Jacques Derrida, Entrevista con Carmen González-Marín, Revista de Occidente, 62-63, 1986, pp. 160-182.

[17] Velasco Mackenzie, Jorge, Hallado en la grieta, Editorial Mar abierto, 2011.
[18] Ibídem.
[19] Ibídem.
[20] Ibídem.

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