Por Paúl Puma[1]
“Escribir indudablemente no es imponer una forma (de expresión)
a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo
inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir,
siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o
vivida. Es un proceso, es decir un paso de vida que atraviesa lo vivible y lo
vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene-mujer,
se deviene-animal o vegetal, se deviene-molécula hasta devenir- imperceptible.”
Gilles Deleuze
La historia de la novela Hallado en la grieta de Jorge Velasco Mackenzie navega de isla en isla desde la llegada del barco El Albión a las Islas Galápagos, a las
Islas Encantadas, que a lo largo de esta narración aparecen más bien como islas
siniestras. El viejo Valdemar Ventura y su mujer de sangre oriental comprada Ailyn
regresan después de “veinte años, siete mil trescientos días con todas sus
horas y lluvias” a Indefatigable, a
la isla Santa Cruz para encontrar la venganza: el sopor mutuo: el odio de Ailyn
hacia su único postor y la búsqueda de las tumbas de sus padres Toshiko y Junko
o el recuerdo abominable de ellos: aquel tan cruel, el de la bomba de Nagasaki
e Hiroshima que los obligó a ocultarse del mundo como Ibakushas (o
sobrevivientes del holocausto por mano estadounidense) despreciados como
leprosos en busca de una nueva región para olvidarse de sus otros congéneres
obligados a hacer o rehacer una nueva vida.
En ese peregrinaje de Valdemar y Ailyn aparece Amanda, la
prostituta que alguna vez amparó en sus brazos a Ventura y ahora busca a su
Hipólito, su único amor, el héroe extraviado, el postrero marido, un prisionero
desaparecido del destruido territorio Penal de Isabela apoyada en sus dos
amantes: Juan Antúnez, el fantasma (“Si nadie lo ha visto, si nadie puede
reconocer las huellas de sus pisadas y de su cuerpo, nunca existió.”)[2]
y Julián, el polizonte. Aparecen Eufemio, el capitán que nombró a su paquebote Tigre III en honor a su hijo y Billy Blackman
el suicida buscador de un tesoro y pieza clave sin la cual Valdemar nunca hubiese
conocido a los padres de Ailyn. También emerge como una sombra Nabor Tomalá o El
indio ausente, espía o testigo de la compra-venta de Ailyn. Entre otros
personajes acuciosamente construidos –incluso en sus nombres, pues algo tienen
de esas novelas clásicas de mar que se mantienen incólumes en nuestra
recordación– para esta intriga que los revela cíclica, dialécticamente y con
sagacidad a lo largo de toda la obra.
Hallado
en la grieta es una narración
que acude, cada que encuentra lugar, a Herman Melville y su obra Las encantadas. Asimismo se aferra a Moby Dick. Pero toca o bebe de las aguas
de otros autores como Luís Vaz de Camôes, Pablo Palacio, Antonio Cisneros, Tristan
Tzara, Fernando Pessoa, Ovidio, Paul Valéry, Mario V. Llosa o Mary Shelley.
Estas, entre algunas referencias, son acaso muelles para anclar los barcos de
la novela, son presencias en el hilo de esta historia que matizan y brindan asidero
a la invención.
Novela de aventura que acoge en su vientre historias
“palabreadas” desde la mirada del investigador, del periodista riguroso que
sabe donde guiar el timón hacia la ficción desde un barco y un mar reales,
desde los datos histórico-geográficos y los enigmas que, en este caso, rodean al
antiguo y mal llamado Archipiélago de Colón.
Líneas bien meditadas que pueden reservar breves y diestras
elipsis, párrafos bien pensados y argumentados, hipótesis comprobadas, capítulos
rematados con prolijidad que encierran acertadas comparaciones y lúcidas
imágenes: “Es un mundo pequeño, ¿no? Apenas cabe un dedal en el dedo y la aguja
no entra. Empuja el mundo.”[3]
“El miedo hundía su horror como un arpón en la carne.”[4]
“La mañana se volvió calurosa, lenta, pesada, un ancla atrapada en las piedras
de la isla.”[5] Así
como frases que representan verdades: “Todos los caminos que conducen a la
aventura o al placer son escabrosos.”[6]
“…quien bebe solo siempre se inventa un interlocutor que lo escucha.”[7]
“El vidrio es pureza. El metal es venganza.”[8]
“…la ley viene siempre después del delito.”[9]
“Así vive la serpiente con su propio veneno, la mordedura del perro se sana con
su propia pelambre, la muerte se cura con los restos de la misma muerte.”[10]
“…cuando una nave se hace a la mar no se prepara para navegar sino para no
zozobrar. La vida es como la nave. No la vives, la mueres.”[11]
Una urdimbre hecha de frases tentadoras: “¿Han visto una mirada con fuerza?
Claro, la han visto. Es cuando en la pupila se dibuja una daga que tiene en la
punta una gota de sangre.”[12]
Todas nos conminan a escrutar en la realidad de la ficción o viceversa:
objetivo novelístico cumplido: “…la ficción no solicita
ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un
capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo
siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la
exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del
mundo, inseparable de lo que trata… La ficción se mantiene a distancia tanto de
los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso. Su identidad
total con lo que trata podría tal vez resumirse en la frase de Goethe que
aparece en el artículo ya citado de Kayser (¿Quién cuenta una novela?): La Novela es una epopeya
subjetiva en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su manera;
el único problema consiste en saber si tiene o no una manera; el resto viene por
añadidura. Esta descripción, que no proviene de la pluma de un formalista
militante ni de un vanguardista anacrónico, equidista con idéntica
independencia de lo verdadero y de lo falso.”[13]
Las escenas que se destacan son cuadros casi
cinematográficos, bien elaborados. Perturba, en demasía, aquella escena en que Ailyn
le relata al capitán del Tigre III las atrocidades del ataque nuclear o el
temido “silencio de la ola”[14]:
“Eran cientos los heridos, distintos por
todos lados, y los muertos reflotando en las aguas de los siete ríos de
Hiroshima, el abanico quemado. Arrastrando a Junko que aún herido seguía
maldiciendo Tenno Haika, alcanzamos el puente Koi y miramos adentro de la
trinchera cavada por los soldados para detener el fuego, según la orden
imperial para detener la invasión; de ahí emergían los soldados sangrando por
todas partes de sus cuerpos, lo más terrible de mirar eran sus cabezas, el pelo
estopado de sangre coagulada y los ojos chorreantes ‘¡Bansai! ¡Bansai! ¡Tenno
Haika!’ Cantaron a nuestro paso.”[15]
Logrados y paradójicos algunos cuadros como el de Ailyn arrastrando al viejo y
ebrio Valdemar inundados por el agua así como el de Toshiko haciendo hasta lo
imposible por salvar la vida de su esposo Junko San.
No hay deudas que el lector pueda reclamar al narrador en
este viaje marítimo. Ni siquiera su adjetivación malvada para el mar o las
islas, los ambientes naturales o sobrenaturales –los presagios oscuros,
mórbidos– de esta aventura.
La construcción de
la novela, el desarrollo de la trama, el contexto, los puntos de quiebre, la
tensión o la expectativa generadas (donde el mar, el viento, los objetos
adquieren vida propia y aseguran el enigma hasta su desenlace) nos advierten de
la narrativa depurada con corrección, hecha como de las manos de un conocedor
orfebre que sabe intercalar la evolución de los personajes, las escenas, los
diálogos y los ambientes con las metáforas y las comparaciones de matiz poético
que alcanzan los ejes temáticos o breves capítulos hipotéticos de la novela.
Los conflictos de
la obra hablan de la muerte o el odio o el miedo como sustancia de una trama
que enajena y sostiene en vilo la emoción del lector. Su trama disipa al lector,
lo orilla al tormento y a la nostalgia de un narrador y su historia , pensada
desde lo verosímil (intuimos aquí al autor): “Hay siempre en el interior del idioma, en el
interior de la propiedad, una diferencia y un comienzo de expropiación, que
hace que el ‘alguien’ que escribe no pueda nunca replegarse sobre su propio idioma,
y sea un ‘alguien’ que ya está difiriendo de sí, disociándose de sí mismo en su
relación con el otro. Este ‘alguien’ es ‘algún otro’, alguien que habla al
otro, no se puede decir que simplemente sea el que es. Yo diría, pues, que si
hay escritura supone una afirmación; es siempre la afirmación de algún otro
para el otro, dirigida al otro, afirmando al otro, a algún otro. Siempre es algún
otro quien firma.”[16] Intuimos, la experiencia del ojo experto del autor para
plasmar breves fragmentos de vida en su libro-sinfonía que es una “música hecha
de silencios”[17]
similar a ese fandanguillo de los “escualos de movimientos sinuosos y
siniestros, como si estuvieran actuando en una danza sin música y sin espectadores
debajo del agua”[18],
que nos entrega Mackenzie en su vigésimo segundo emprendimiento literario.
En la finalización del capítulo Las grietas podemos encontrar una suerte de punto de giro en la
novela. Hasta aquí el narrador es invisible (véase Manuel Puig) si no fuera por
dos o tres frases claves que le dan vida. Después hace su entrada como si se
tratase de un contador oral a veces omnisciente, a veces omnipresente, pues
revela, por ejemplo, que Ailyn ayuda a parir a una mujer fuera de un nosocomio,
o asiste a los detalles infartantes de la caída de la bomba en Nagasaki y es
testigo privilegiado de la intimidad de
esa alcoba en la que Ailyn y Valdemar dormitan o se aman o se matan.
Es por demás elocuente y sobrecogedor el monólogo final
de Valdemar Ventura, una suerte de retrospectiva por el personaje principal de
la novela: “Odio mi fea carnalidad. Esa que veo morir a diario en el espejo
donde al afeitarme me miro viejo, un meditabundo errante entre las olas…
Aborrezco mi andar crispado, jorobado, en busca de un trago que no encuentro en
toda la isla. Mi cuerpo hediondo a alcohol hasta la muerte... Vivo con una
mujer en una cueva que nadie conoce, donde solo existe la mordedura del hambre
y la sed perpetua… Por eso veo doble, dos veces el mismo dolor…”[19]
Dicho monólogo contrasta con la descripción de la infancia de Ailyn que al parecer
sonríe tres veces en la historia – ¿el
único destello de alegría pura que se observa en el sistema narrativo?–:
“Como era aún una niña de doce años, pensaba en corales y caballitos de mar; un
gran caracol blanco que vio roto en un acantilado, olas y espuma; arena, niebla
y mar… Entre la lobreguez imaginaba batallas de soldados diminutos, luchando contra un inmenso dragón; un fuego
furioso y un gran hongo que rompía el aire… Por las hendiduras de la gran
ventana del corredor comenzaban a meterse cuchilladas de luz cuando Ailyn se
quedaba dormida en su jergón.”[20]
Tensión, expectativa, imaginación detallista, registro
argumentativo riguroso que a ratos nos hace recordar El viejo y el mar del maestro E. Hemingway con las distancias
necesarias: hay tantos términos que subraya un conocedor del mar desde el
continente o fuera de él: regolfo, rada, barlovento, ristre, martinpescador,
rabihorcado, ibis, balandra, estuario, baladro, minarete, chalupa, paquebote,
sotavento, róbalo, entre otros, que alcanzan su esplendor en el uso que hace de
ellos el autor para sustentar su visión de las cosas y de sus personajes
permitiéndoles nadar firmemente entre sus páginas hacia ese cuadro de
desolación que Mackenzie quiere fabricar al final, en La última roca.
No estamos frente a alguien que señala una casa encendida,
quizás, por una luz mortecina donde alguien seguramente morirá, tal vez un
pescador que se propuso llevar a su pez enorme hasta su costa sin importarle
todo. Asistimos al cuadro cotidiano de una sola inundación que trae su plaga
incluida y que sofoca una vida doble en una dulce habitación compartida para la
eternidad: la de Ailyn –que juró matar a su comprador cuando fue poseída por
primera vez– y la del Valdemar –es así
como se podría designar al amor que se descubre detrás del odio de años– para
brindarnos una frase que atisbe vida en otro lugar, quizás en esa región inmarcesible
de la muerte que aún palpita en la memoria, aquella, la del mañana que se
acerca.
Salud.
[1]
(Quito-1972). Poeta, dramaturgo, periodista y editor literario. Ha publicado: El Pato Donald tiene Sida o cómo elegir los
instrumentos de la desesperación y Los
Versos Animales (CCE, 1996), Mickey
Mouse a gogo (CCE, 2001), Felipe
Guamán Poma de Ayala, Premio Nacional Aurelio Espinosa Pólit (Editorial
Planeta, 2002), Pi (CCE, 2010), Eloy Alfaro Híper Star (2002), Paúl Puma: Antología Personal (Editorial
Mar Abierto, 2011), Mischa (CCE,
2011).
[2]
Velasco Mackenzie, Jorge, Hallado en la
grieta, Editorial Mar abierto, 2011.
[3]
Ibídem.
[4] Ibídem.
[5]
Ibídem.
[6]
Ibídem.
[8]
Ibídem.
[9]
Ibídem.
[10]
Ibídem.
[11]
Ibídem.
[12]
Ibídem.
[13] Saer,
Juan José, El concepto de ficción,
Ariel, Espasa-Calpe, Argentina, 1997.
[15] Ibídem.
[16] Jacques Derrida: leer lo ilegible, Jacques Derrida, Entrevista con Carmen González-Marín, Revista de
Occidente, 62-63, 1986, pp. 160-182.
No hay comentarios:
Publicar un comentario