Semiótica y vida
Ubaldo Gil
Allá en los años ochenta, en el colegio Cinco de Junio de Manta,
hubo un tiempo en que todos los colegios de la ciudad, tenían que unirse y al
unísono de “todos contra el cinco” podían y debían competir en distintos
deportes y en las artes de la declamación, la oratoria y después el teatro
estudiantil. Si el flaco Jimmy Delgado lideraba el básquet y un buen grupo de
balonmano se lucían en todos los centros, el flaco Zambrano que todavía no era “Dos
Palitos”, el “Maravilla” Arias y el patucho Raúl Rivas, eran duchos y maestros
en la oratoria y la declamación, después venimos Alberto Palacios, Milton Loor
y quien escribe como continuadores, bajo la tutela de la maestra María
Antonieta Arellano y José Cevallos Loor, “Pepungo”, el más genial de todos los
locos que he conocido y a quien yo le imitaba hasta el modo de escupir.
Paralelo a esto, liderados por Carlos Teodoro Delgado, Guido Quijije, Flavio
Sánchez y otros formamos un Club de Periodismo que nos permitió escribir en el
desaparecido periódico “El Sol” y “El Mercurio”, con lo cual empezamos en
la escritura y el periodismo. Y para poder representar al colegio en el Club de
Periodismo, por nuestra actitud crítica e intolerancia adolescente, teníamos
que nombrar un profesor que nos representara, para que controlara lo que íbamos
a publicar.
Fue en ese contexto, bajo también la enorme influencia de “Pepungo”
quien nos daba clases de declamación todas las tardes en horario
extracurricular, cuando decidimos formar el grupo de teatro “La Trinchera”
y en ello coincidimos con el profesor Bolívar Andrade. Con Alberto Palacios
fuimos de casa en casa invitando a los compañeros que pertenecían al Club de
Declamación y Oratoria, uno de ellos y quien lo recuerda muy sentidamente es
Raymundo, porque gracias a esta acción cambió su vida y descubrió su innata
vocación por las artes escénicas. El caso de Carlos Valencia, quien iba como
cargador de los materiales de actuación, es otro ejemplo de cómo se auto
descubren los talentos, resulta que viajábamos, una vez ya salidos del colegio,
a Quito, por una presentación en la Escuela de Bellas Artes de la Central,
ahí donde en pleno foro fuimos cuestionados hasta la saciedad, por ejemplo,
en la presentación para demostrar postura ideológica muchos actuábamos con la
imagen del Che Guevara en nuestra espaldas, lo cual es nocivo para el teatro y
para cualquier representación, ya que una cosa es la política y otra el arte.
Alguien faltó en una presentación y tuvo que improvisar Carlos Valencia, lo
demás ya es historia.
Es decir, cuando formamos “La Trinchera”, Alberto y yo, ya habíamos
declamado no solo en los colegios si no que en las vacaciones nos íbamos a los
pueblos a compartir nuestro arte y además nos ganábamos unos sucres, esta idas
y venidas eran enriquecedoras en todo sentido, desde las experiencias más
vitales como los amores adolescentes hasta las desgracias peculiares como la de
Guido Quijije que cuando teníamos una presentación en Flavio Alfaro, y al ir
por un parlante a Chone, se fue con una motocicleta barranco abajo y no se mató
de milagro.
Todavía recuerdo la enorme satisfacción que significó declamar dentro
de la misma programación en la que actuaba Evaristo, en Ventanas.
Ya metidos en “La Trinchera”, con las primeras actuaciones pudimos
descubrir un destino de por vida, es decir, descubrimos que el arte y la
cultura son un modo incesante de enriquecerse personal y socialmente, y que
gracias a los grandes dramaturgos, literatos, políticos y filósofos que
leíamos, que había que tener cuidado con nuestra ideología. Que una cosa es la
ideología y otra es el dogmatismo, que una cosa es ser revolucionario y otra
ser un resentido social, que una cosa era la realidad de la URSS de la fecha,
otra la de Cuba y otra de Ecuador.
Si el FADI transaba con los partidos de turno y lo hacía con
diplomacia, el MPD tiraba piedras pero por debajo se repartía y negociaba con
la educación en todos sus niveles, eran modelos de un mismo accionar, algo de
lo que me di cuenta rápido porque en la Universidad Central todo el mundo se
ponía de acuerdo, menos los “chinos” y “cabezones”, se las arreglaban a puñetes
limpios para “salvar” al país y salvar sus bolsillos. Había como una consigna o
una deformación ideológica que lo confunde todo, que siembra el caos antes que
la luz del progreso. Ya no sé si es un tema de dogmatismo extremo o de
personalidad. Es la experiencia más traumática que conozco sobre las famosas
izquierdas, pero nunca dejé de sospechar que algo oscuro había con una gente
que no quería armonía ni proyectos de mediano y largo plazo, sino solo la
confrontación y el antitodo. Y sobre todo lo anti norteamericano, justo cuando
yo iba descubriendo a esos geniales autores gringos que me ayudaron en mi
formación de escritor: Hemingway, Faulkner, Steinbeck, Francis Scott
Fitzgerald, Jack London, Norman Mailler, Truman Capote.
Desde luego que también había gente noble y honesta, pero atrapados por
unos dogmas que no conducían a mayor cosa.
Fueron las lecturas de Jorge Luis Borges (al que leí
disciplinadamente tres años) y Mario Vargas Llosa, las cuales me criticaban por
considerarlos “reacccionarios” y porque me iban a “influir”, autores que
definitivamente marcaron un modo de pensar y actuar, sin dejar de ser
revolucionario creo que como lo decía Borges “mi abuela tenía esclavos que eran
felices” o Varguitas quien se alejó de los izquierdistas y abrazó el
liberalismo porque es la única doctrina política, social y económica que menos esclaviza
las libertades humanas y porque no hay como la democracia y la buena formación
educativa para que una sociedad mejore. Hasta este gobierno entiende que está
bien que fortalezcamos el Estado, pero sin duda que admite en la práctica que
el mercado debe existir bien regulado para que las iniciativa privadas
arriesguen en el juego de la vida, generen trabajo y alimenten el progreso
dentro de la múltiple naturaleza y sicología humana.
Por tanto, en una visión panorámica después de 31 años, debemos decir
que esos adolescentes no eran solo emoción por emoción, ya tenían un norte que
lo confirmaron con sudor, lágrimas y trabajo, y con resultados que hoy son
evidentes aunque es obvio que todavía falta mucho por hacer y uno de esos
adolescente aprendió que dentro de la dinámica teatral ese cuento de la
“creación colectiva” funcionaba solo cuando el que fungía como Director lo
quería, lo mío es mío y lo que no lo es, es de todos. Fue en ese contexto en el
que le puse el nombre “La Trinchera” al grupo, como lo confirma Raymundo en
este mismo medio y en otros.
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