miércoles, 15 de agosto de 2012

Manabí desde el rostro de los inmigrantes europeos


Manta: un escenario desde donde se extienden las historias familiares


Asomarse al pasado de Manta, en particular, y de Manabí en general, a partir de los nuevos componentes étnicos que llegaron en los dos últimos siglos desde Europa, es fascinante, es como hablar de otro comienzo de la urbe, para el caso de Manta. Una ciudad puerto con su horizonte multiplica posibilidades, se generan actividades económicas nuevas, se dinamizan las tradicionales, un nuevo espectro se forma y crece a partir de sucesivos mestizajes, que se recogen narradas en un libro, como obra póstuma de Jaime Franco Barba: Presencia europea en Manabí (del siglo XVIII en adelante). Un preciso acercamiento de este encuentro, en un extracto del prólogo, hecho por el maestro, crítico y ensayista mantense Humberto E. Robles, manifiesta:

“De alguna manera el sentido de ubicación de los recién llegados los llevó al encuentro y desencuentro con una cultura a la cual tuvieron que adaptarse y que ellos a su vez afectaron. Hubo, pues, un proceso de transculturación evidente en el fondo de cualquier choque de culturas, por muy negativo o positivo que sea. Se produjeron zonas de contacto y zonas de macidez (decir éste de Sigmund Freud y José de la Cuadra). No sabemos cuál fue la perspectiva de «los nativos» frente a esos nuevos grupos. Sobre lo que no cabe duda es que hubo contaminación mutua y que el sentido prevaleciente de norma en cuanto a gustos y diversiones se sometió a las debidas influencias recíprocas. Piénsese, por ejemplo, hasta qué punto la auténtica cocina manabita llegó a ser parte de la mesa de los migrantes y su gente y hasta qué punto, de igual modo, bebidas, ritmos musicales, organizaciones sociales importadas, no hablar de ideas, y de uniones matrimoniales fomentaron un singular entorno cultural «nativo».

Repercusión hubo, que quede claro, incluso a un nivel de actitudes nacionalistas y transnacionales. Mucha de esa historia espera aún que se la escarbe a fondo. Cabe aquí mencionar solo dos puntos al respecto: (1) ¿Qué de las migraciones de aquéllos que llegaron a tierras manabitas por razones políticas? Franco Barba alude a la presencia de españoles y de otros. ¿Cómo hicieron sentir esas voces su presencia en la esfera pública de la provincia? ¿Cuánto sintieron esas figuras que sus ideas podrían estar, dígase, fuera de lugar? Por otro lado, dentro de esa misma línea encaja (2) el cambio que al nivel de influencia global causó la reubicación del poder e influencia de Europa a Estados Unidos; cómo, por eso mismo, la II Guerra Mundial  tuvo consecuencias en la política del Ecuador hacia los inmigrantes radicados en Manabí: ese es el caso de la «Lista Negra» a la cual  también nos remite el libro de Franco Barba. Tanto en uno como en el otro caso, el lector podrá imaginar los usos y abusos que los migrantes pudieran haber sufrido, no obstante su profunda identificación con un medio que era, al menos, el lugar de origen de su propia descendencia”.

Ya que se habla de comienzos, aquí se inserta otro fragmento con el que inicia el libro:
“Aquel caserón que miraba al mar frente a las playas de Manta, seguramente no sabía por qué lo llamaron la “Casa Sembrada” - pues ciertamente nadie lo “sembró” allí - ni por qué persiste en la memoria de los hermanos Franco Barba. Pero todo tiene su historia. Aquella construcción que existía antes de que la reemplazara el actual Banco del Pacífico, la había levantado, a fines del siglo XIX o principios del  XX, don José Filamir Miranda Alarcón, de viejo ancestro italiano y español; y la adquirió mi padre, Rafael Franco Díaz,  en 1913-14 a nombre de la firma “Casa Sembrada” (denominada así a la usanza de las antiguas empresas comerciales) de la ciudad de New York. Mi padre, quien venía contratado por dicha firma,   designó, como era natural, al gran caserón con el nombre de su representada.

La Casa Sembrada daba por el frente directamente a la playa del mar y los Franco nos arrullábamos  con las olas que, durante los aguajes, llegaban prácticamente hasta nuestros portales. Desde el gran corredor, que hacía una “L” entre el frente y el costado derecho de la casa, yo podía divisar, y  no escapaba a mi atención, la figura de un viejo suizo-alemán de lentes de marco metálico, que tenía un gran almacén en la planta baja, y vivía en los altos, de un edificio con cúpula y creo que hasta reloj, en el sitio que hoy ocupa el Edificio de Delbank. Era don Karl Heinrich Voelcker, el primer extranjero de quien yo tengo memoria; y su establecimiento, un gran bazar, donde igual se encontraba un clavo que un martillo, o un serrucho, un cepillo, un formón o un machete,  una balanza tendera, o un rollo de cabo de barco, o lona para velas de balandras y canoas pesqueras, o tela de yute de la India, o sacos de harina o cemento, o zinc para techo, o una lámpara de kerosén, y todo lo que pueda imaginarse, mercancías que implícitamente remitían a una idea de progreso, cambio y modernización; y allí llegaban todos los mantenses,  también los “afuereños” del resto de la provincia, a abastecerse de aquellas mercancías de las que carecían en su lugar de origen. Estar situado precisamente detrás del viejo mercado, que también daba al mar, por supuesto que le resultaba a don Carlos hallarse en un sitio estratégicamente privilegiado para atender la demanda de todos los abaceros, carniceros y vendedores de aves y pescado, ya sean mantenses o no, que ofrecían sus mercancías.

Don Carlos Voelcker tuvo descendencia en Doña María Natividad Delgado, de cuya unión nació Gilberto Voelcker Delgado, quien trabajó primero en el Ferrocarril Manta-Santa Ana, luego, por años,  en la Casa Comercial Azúa, hasta la extinción de ésta, y finalmente en la Empresa de Agua Potable de Manta”.

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