Claro que la mentira es un
riesgo humano permanente,
no tanto para el que la dice
sino para el que la oye.
Henry Black, 1969.
Hay
una escena marítima en Henry
Black donde la cercanía de
la lluvia y el viento presagian una tormenta. “La amenaza se cierne
sobre nosotros”, anuncia el narrador sin nombre de una de
las narraciones más simbólicas y herméticas de Miguel Donoso
Pareja. Como el narrador de Henry Black, Donoso sabe muy
bien que “la muerte y el amor son los puntos más altos del exterminio”.
La primera comenzó a rondarlo desde temprano, en
1963, cuando se disponía a empezar una gira con títeres en Quito,
una de sus actividades, que quedó trunca con el golpe militar,
lo obligó a entrar en la clandestinidad y casi le cobra la vida.
El segundo siempre lo ha salvado de ese sino trágico (el exterminio)
bajo la forma de muchas mujeres agrupadas en esa Gudrum
que las cobija a todas, con un útero único y protector que
funciona como una coraza ante las adversidades del mundo.
Hay
en Donoso una compleja dicotomía (aún por descubrir) donde
se debaten las más profundas exploraciones de los abismos humanos
y un sentido del humor jubiloso, diríamos casi cervantino
que no lo deja tomarse demasiado en serio. Lo que si toma
muy en serio es la literatura, pero no van con él esas poses de solemnidad y
autocomplacencia tan caras a los escritores.
Lo
cierto es que Donoso tiene el raro privilegio de combinar una
obra original, de múltiples registros narrativos, con una vida tan
imaginativa como su obra. Una vida que diríamos, tomando prestado
el término de Carpentier, tan “maravillosa” como las ficciones
que ha creado.
Así
tenemos a Donoso Pareja, en esta nueva etapa de su vida,
acumulando experiencias marítimas como suplente de contador,
sobrecargo y mayordomo, cuando los titulares salían
de
vacaciones. Un viaje a Nueva Orleans, otro a Europa. Uno a Cuba
que marcaría para siempre al escritor, con su afecto a los isleños,
sus banderas políticas y cambios dialécticos.
El
viaje a Cuba se produjo en 1961, dos años después de la Revolución,
cuando ganó una mención en el premio Casa de las Américas,
con un libro que se llamaba Los invencibles.
Antes
de Los invencibles había publicado La
mutación del hombre, uno de los libros al que el escritor poco o nada menciona.
(Le
pasa algo parecido, en el caso de la narrativa, cuando prefiere
omitir El hombre que mataba a sus hijos, de 1968, por considerarlo
una deuda política demasiado alta).
Y
en medio de esas búsquedas iniciales, Donoso descubre que
lo suyo no era la poesía, aunque insista en ella, ya en México,
con la publicación de Primera Canción del exiliado,
editada
en El corno emplumado por Margaret Randall, en una edición
bilingüe, en inglés y castellano.
Cuando
habla hoy de aquellos primeros libros suyos de poemas,
lo hace con una mezcla de ternura y pudor, con modestia y
un cierto, casi imperceptible desdén. “Esos libros míos los
recuerdo
con cariño y olvido, las dos cosas. Es muy difícil hablar
sobre eso. Lo único cierto es que por un error lamentable, los
escritores piensan que lo más fácil es la poesía, y empiezan
escribiéndola.
Tal vez porque es lo más íntimo, lo más personal, pero
no hay cosa más difícil que la poesía, tan difícil que no hay malos
poetas, hay poetas o no los hay. Yo me di cuenta de que no
era poeta, por eso me dediqué a la prosa”.
En
medio de ese descubrimiento, le llegó una invitación de la
Cuba revolucionaria, en un período de mucha efervescencia social
y de luna de miel del Gobierno con los intelectuales latinoamericanos.
En
un poema del cubano Ramón Fernández-Larrea,
este aconseja: “Nunca llegues tarde a las revoluciones/habrán
repartido los cariños/y tendrás que sentarte en la penosa larga
fila/con el traje arrugado y una corbata”. A la cubana, Donoso
llegó en el momento justo, cuando aún no se habían terminado
de repartir los cariños y Cuba era vista como la gran esperanza
para los pueblos de América.
Pero
estábamos hablando de poesía. Y el mismo año que Donoso
ganó su mención, Jorge Enrique Adoum ganó el primer premio
en Cuba cuando todavía en Ecuador nadie jugaba a enfrentarlos,
como los pesos pesados de la literatura nacional: el uno
de la Costa y el otro de la Sierra. El uno con su identidad y esquizofrenia;
el otro, con Ecuador y sus señas particulares.
Donoso
viajó a La Habana en medio de una delegación extensa
en la cual no había solamente intelectuales sino también obreros
y campesinos. Iba con ellos -nunca se olvida, pese al tiempo
transcurrido- un negro esmeraldeño de nombre Serapio Delgado.
Donoso
compartió una habitación con Serapio y con el poeta Jorge
Torres Castillo. Resultaba un espectáculo macondiano, por
decir lo menos, cuando Donoso y Torres Castillo sentían a
Serapio,
a las 4:00 a.m., abrir las ventanas del piso 16 del Habana Libre, con la vista
espléndida, todavía en brumas, del corazón de
La Rampa, en pleno Vedado. “Hacía un frío del carajo y nosotros
le decíamos: ‘Serapio, cierre las ventanas que todavía es
medianoche’. Y él respondía, ‘¿Cómo que medianoche? Ya es de
día’”.
Serapio
terminó marchándose, cansado de compartir su habitación con
un par de poetas holgazanes. Se mudó con un dirigente de
choferes, pero a los tres días regresó, como un perro
apaleado
-su nueva convivencia deshecha-, buscando reconciliación con
los poetas inútiles. El nuevo vecino había enfurecido con
Serapio al descubrir que se lavaba los dientes con su cepillo, argumentando
el negro que se lo dejaba el hotel para usarlo, una suerte
de artículo de aseo comunitario, según su despreocupado parecer.
Tendría
Miguel Donoso el privilegio de conocer a don Ezequiel
Martínez Estrada, una de las mentes más lúcidas del pensamiento
latinoamericano, que vivía en Cuba por ese entonces.
También
a Alejo Carpentier, un escritor de fama mundial, quien
dirigió una mesa redonda en la que participó. Y a José Baragaño,
dentista de profesión, poeta surrealista de convicción.
Pero
no pudo conocer a Roque Dalton, el poeta salvadoreño, quien
nunca llegó a la mesa redonda a la que también estaba invitado.
Tal vez por miedo a compartir espacios con tantos
escritores
consagrados.
Pero
el temor de Dalton fue la osadía de Donoso. Un trago en
una cantina al que lo invitó un puertorriqueño amigo, no solo lo
hizo disertar al lado de Carpentier, toda una temeridad, sino
lucirse
en su intervención. “Fue muy buena porque en esos días estaba
yo leyendo precisamente los planteamientos de Martínez Estrada,
entonces pude intervenir de tú a tú con don Ezequiel.
Por
pura coincidencia, en cierto modo, fui la estrella de la mesa redonda”. En
ese ambiente se dio un curioso desencuentro. Un jovencísimo
Guillermo Cabrera Infante, entonces director del suplemento
cultural Lunes de Revolución, quiso entrevistar a Donoso,
pero este se había “empatado” (un término que los cubanos
utilizan para el ligue amoroso) con una muchacha llamada Migdalia,
hija de asturianos. A oídos cubanos resulta un nombre
muy común, pero a Donoso le sonaba exótico, casi como
Amígdala. Desde luego entre Migdalia y Cabrera Infante ganó
la primera, para desgracia del futuro autor de Tres Tristes Tigres, la más ingeniosa novela cubana sobre la Cuba de los cincuenta.
Y también de Donoso, que nunca pudo ostentar en su currículum
haber sido entrevistado por el futuro premio Cervantes.
Aquel
viaje a Cuba duró una semana. Donoso era tan pobre por
aquellos años que tuvo que hacerlo en un grupo de 12, con pasaporte
colectivo, y “para poder viajar de regreso teníamos
que
obtener un cupo para 12, algo dificilísimo. Los cubanos nos tuvieron
generosamente casi un mes en el Habana Libre, hasta que
logramos el cupo. Teníamos un comedor especial para
nosotros,
nos atendían de lo mejor y todas las noches llegaba Fidel
Castro, a conversar, interrogarnos, tenía una sed de saber sobre
nuestros países, era un interrogatorio sociológico, quería saber
la situación de América Latina de primera mano. Y se quedaba
de largo, era incansable el hombre, con razón le decían El
Caballo”.
Finalmente
consiguieron el cupo. Al regreso, Miguel Donoso retomó
su trabajo en la Flota Grancolombiana. Ahí duró un par de
años más, hasta el 63, y fue cuando empezó a impartir clases en el colegio
Aguirre Abad, uno de los dos más tradicionales de Guayaquil.
Donoso
cursó todos los años de la carrera de Derecho, en la Universidad
de Guayaquil, pero jamás se graduó. Sus pinitos como
abogado los hizo junto a quien él recuerda como un “hombre
excepcional”, el abogado y escritor Ángel F. Rojas, a quien
le tocó las puertas para que lo patrocinara. Cuando habló con
él, Rojas lo citó para dentro de un mes diciéndole que le
tendría
para ese entonces todo preparado. Volvió Donoso en la fecha
acordada y se encontró con que el doctor Rojas le había alistado
un estudio igual al suyo.
-
Pero doctor, yo no puedo pagar esto -le dijo el muchacho. -
No, si usted no va a pagar nada, yo lo pago todo un año y,
cuando usted tenga clientela, se hace cargo -respondió Rojas.
No
duró ni un año en ese trabajo. Apenas dos meses. El día a
día de los llamados “juicios ejecutivos” no era para él. Le resultó
“deprimente”. La cosa explotó con el caso de un cliente
(de
apellido Brito) al que Donoso le llevaba un juicio para sacarlo
de un departamento. Se acercaba la época de Navidad y el
hombre apeló a su sensibilidad contándole la historia de un
hijo
que se le había caído de la ventana, y estaba grave. Donoso fue
a consultar a su mentor. El doctor Rojas, un hombre paciente, le
aconsejó que tuviera cuidado, que en esos casos siempre había
que comprobar. Y le dijo que cuando tuviera la certeza podría
detener el juicio.
Era
cierto, en el mismo hospital lo corroboró. Pararon el proceso.
El señor Brito quedo agradecidísimo, pero el cliente enfureció.
- ¡A mí qué
me importan los problemas de ese hijueputa! - le dijo. Yo quiero mi departamento, para eso lo contraté.
Donoso lo sacó a patadas del estudio jurídico. Perdió una promisoria carrera de abogado (no tenía corazón para ella) y devolvió las llaves del estudio. Ni licenciado, ni abogado, ni doctor en un país tan aquejado de "titulitis", como Ecuador. Por sus títulos los conoceréis. Tal vez sin saberlo del todo, empezaba a curtirse en su carrera de escritor. A partir de ahora, su caso sería distinto, "por mis libros me conoceréis", pareció decir. Solo escritor, en mayúsculas.
Donoso lo sacó a patadas del estudio jurídico. Perdió una promisoria carrera de abogado (no tenía corazón para ella) y devolvió las llaves del estudio. Ni licenciado, ni abogado, ni doctor en un país tan aquejado de "titulitis", como Ecuador. Por sus títulos los conoceréis. Tal vez sin saberlo del todo, empezaba a curtirse en su carrera de escritor. A partir de ahora, su caso sería distinto, "por mis libros me conoceréis", pareció decir. Solo escritor, en mayúsculas.
David Sosa Delgado, escritor y periodista cubano. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario