lunes, 24 de septiembre de 2012

Fragmento del libro El encanto del adiós



Claro que la mentira es un riesgo humano permanente,
no tanto para el que la dice sino para el que la oye.

Henry Black, 1969.

Hay una escena marítima en Henry Black donde la cercanía de la lluvia y el viento presagian una tormenta. “La amenaza se cierne sobre nosotros”, anuncia el narrador sin nombre de una de las narraciones más simbólicas y herméticas de Miguel Donoso Pareja. Como el narrador de Henry Black, Donoso sabe muy bien que “la muerte y el amor son los puntos más altos del exterminio”. La primera comenzó a rondarlo desde temprano, en 1963, cuando se disponía a empezar una gira con títeres en Quito, una de sus actividades, que quedó trunca con el golpe militar, lo obligó a entrar en la clandestinidad y casi le cobra la vida. El segundo siempre lo ha salvado de ese sino trágico (el exterminio) bajo la forma de muchas mujeres agrupadas en esa Gudrum que las cobija a todas, con un útero único y protector que funciona como una coraza ante las adversidades del mundo.

Hay en Donoso una compleja dicotomía (aún por descubrir) donde se debaten las más profundas exploraciones de los abismos humanos y un sentido del humor jubiloso, diríamos casi cervantino que no lo deja tomarse demasiado en serio. Lo que si toma muy en serio es la literatura, pero no van con él esas poses de solemnidad y autocomplacencia tan caras a los escritores.

Lo cierto es que Donoso tiene el raro privilegio de combinar una obra original, de múltiples registros narrativos, con una vida tan imaginativa como su obra. Una vida que diríamos, tomando prestado el término de Carpentier, tan “maravillosa” como las ficciones que ha creado.

Así tenemos a Donoso Pareja, en esta nueva etapa de su vida, acumulando experiencias marítimas como suplente de contador, sobrecargo y mayordomo, cuando los titulares salían
de vacaciones. Un viaje a Nueva Orleans, otro a Europa. Uno a Cuba que marcaría para siempre al escritor, con su afecto a los isleños, sus banderas políticas y cambios dialécticos.
El viaje a Cuba se produjo en 1961, dos años después de la Revolución, cuando ganó una mención en el premio Casa de las Américas, con un libro que se llamaba Los invencibles.
Antes de Los invencibles había publicado La mutación del hombre, uno de los libros al que el escritor poco o nada menciona.

(Le pasa algo parecido, en el caso de la narrativa, cuando prefiere omitir El hombre que mataba a sus hijos, de 1968, por considerarlo una deuda política demasiado alta).
Y en medio de esas búsquedas iniciales, Donoso descubre que lo suyo no era la poesía, aunque insista en ella, ya en México, con la publicación de Primera Canción del exiliado,
editada en El corno emplumado por Margaret Randall, en una edición bilingüe, en inglés y castellano.

Cuando habla hoy de aquellos primeros libros suyos de poemas, lo hace con una mezcla de ternura y pudor, con modestia y un cierto, casi imperceptible desdén. “Esos libros míos los
recuerdo con cariño y olvido, las dos cosas. Es muy difícil hablar sobre eso. Lo único cierto es que por un error lamentable, los escritores piensan que lo más fácil es la poesía, y empiezan
escribiéndola. Tal vez porque es lo más íntimo, lo más personal, pero no hay cosa más difícil que la poesía, tan difícil que no hay malos poetas, hay poetas o no los hay. Yo me di cuenta de que no era poeta, por eso me dediqué a la prosa”. 

En medio de ese descubrimiento, le llegó una invitación de la Cuba revolucionaria, en un período de mucha efervescencia social y de luna de miel del Gobierno con los intelectuales latinoamericanos.

En un poema del cubano Ramón Fernández-Larrea, este aconseja: “Nunca llegues tarde a las revoluciones/habrán repartido los cariños/y tendrás que sentarte en la penosa larga fila/con el traje arrugado y una corbata”. A la cubana, Donoso llegó en el momento justo, cuando aún no se habían terminado de repartir los cariños y Cuba era vista como la gran esperanza para los pueblos de América.

Pero estábamos hablando de poesía. Y el mismo año que Donoso ganó su mención, Jorge Enrique Adoum ganó el primer premio en Cuba cuando todavía en Ecuador nadie jugaba a enfrentarlos, como los pesos pesados de la literatura nacional: el uno de la Costa y el otro de la Sierra. El uno con su identidad y esquizofrenia; el otro, con Ecuador y sus señas particulares.

Donoso viajó a La Habana en medio de una delegación extensa en la cual no había solamente intelectuales sino también obreros y campesinos. Iba con ellos -nunca se olvida, pese al tiempo transcurrido- un negro esmeraldeño de nombre Serapio Delgado.

Donoso compartió una habitación con Serapio y con el poeta Jorge Torres Castillo. Resultaba un espectáculo macondiano, por decir lo menos, cuando Donoso y Torres Castillo sentían a
Serapio, a las 4:00 a.m., abrir las ventanas del piso 16 del Habana Libre, con la vista espléndida, todavía en brumas, del corazón de La Rampa, en pleno Vedado. “Hacía un frío del carajo y nosotros le decíamos: ‘Serapio, cierre las ventanas que todavía es medianoche’. Y él respondía, ‘¿Cómo que medianoche? Ya es de día’”.

Serapio terminó marchándose, cansado de compartir su habitación con un par de poetas holgazanes. Se mudó con un dirigente de choferes, pero a los tres días regresó, como un perro
apaleado -su nueva convivencia deshecha-, buscando reconciliación con los poetas inútiles. El nuevo vecino había enfurecido con Serapio al descubrir que se lavaba los dientes con su cepillo, argumentando el negro que se lo dejaba el hotel para usarlo, una suerte de artículo de aseo comunitario, según su despreocupado parecer.

Tendría Miguel Donoso el privilegio de conocer a don Ezequiel Martínez Estrada, una de las mentes más lúcidas del pensamiento latinoamericano, que vivía en Cuba por ese entonces.
También a Alejo Carpentier, un escritor de fama mundial, quien dirigió una mesa redonda en la que participó. Y a José Baragaño, dentista de profesión, poeta surrealista de convicción.
Pero no pudo conocer a Roque Dalton, el poeta salvadoreño, quien nunca llegó a la mesa redonda a la que también estaba invitado. Tal vez por miedo a compartir espacios con tantos
escritores consagrados.

Pero el temor de Dalton fue la osadía de Donoso. Un trago en una cantina al que lo invitó un puertorriqueño amigo, no solo lo hizo disertar al lado de Carpentier, toda una temeridad, sino
lucirse en su intervención. “Fue muy buena porque en esos días estaba yo leyendo precisamente los planteamientos de Martínez Estrada, entonces pude intervenir de tú a tú con don Ezequiel. 

Por pura coincidencia, en cierto modo, fui la estrella de la mesa redonda”. En ese ambiente se dio un curioso desencuentro. Un jovencísimo Guillermo Cabrera Infante, entonces director del suplemento cultural Lunes de Revolución, quiso entrevistar a Donoso, pero este se había “empatado” (un término que los cubanos utilizan para el ligue amoroso) con una muchacha llamada Migdalia, hija de asturianos. A oídos cubanos resulta un nombre muy común, pero a Donoso le sonaba exótico, casi como Amígdala. Desde luego entre Migdalia y Cabrera Infante ganó la primera, para desgracia del futuro autor de Tres Tristes Tigres, la más ingeniosa novela cubana sobre la Cuba de los cincuenta. Y también de Donoso, que nunca pudo ostentar en su currículum haber sido entrevistado por el futuro premio Cervantes.

Aquel viaje a Cuba duró una semana. Donoso era tan pobre por aquellos años que tuvo que hacerlo en un grupo de 12, con pasaporte colectivo, y “para poder viajar de regreso teníamos
que obtener un cupo para 12, algo dificilísimo. Los cubanos nos tuvieron generosamente casi un mes en el Habana Libre, hasta que logramos el cupo. Teníamos un comedor especial para
nosotros, nos atendían de lo mejor y todas las noches llegaba Fidel Castro, a conversar, interrogarnos, tenía una sed de saber sobre nuestros países, era un interrogatorio sociológico, quería saber la situación de América Latina de primera mano. Y se quedaba de largo, era incansable el hombre, con razón le decían El Caballo”.

Finalmente consiguieron el cupo. Al regreso, Miguel Donoso retomó su trabajo en la Flota Grancolombiana. Ahí duró un par de años más, hasta el 63, y fue cuando empezó a impartir clases en el colegio Aguirre Abad, uno de los dos más tradicionales de Guayaquil.

Donoso cursó todos los años de la carrera de Derecho, en la Universidad de Guayaquil, pero jamás se graduó. Sus pinitos como abogado los hizo junto a quien él recuerda como un “hombre excepcional”, el abogado y escritor Ángel F. Rojas, a quien le tocó las puertas para que lo patrocinara. Cuando habló con él, Rojas lo citó para dentro de un mes diciéndole que le
tendría para ese entonces todo preparado. Volvió Donoso en la fecha acordada y se encontró con que el doctor Rojas le había alistado un estudio igual al suyo.

- Pero doctor, yo no puedo pagar esto -le dijo el muchacho. - No, si usted no va a pagar nada, yo lo pago todo un año y, cuando usted tenga clientela, se hace cargo -respondió Rojas.
No duró ni un año en ese trabajo. Apenas dos meses. El día a día de los llamados “juicios ejecutivos” no era para él. Le resultó “deprimente”. La cosa explotó con el caso de un cliente
(de apellido Brito) al que Donoso le llevaba un juicio para sacarlo de un departamento. Se acercaba la época de Navidad y el hombre apeló a su sensibilidad contándole la historia de un
hijo que se le había caído de la ventana, y estaba grave. Donoso fue a consultar a su mentor. El doctor Rojas, un hombre paciente, le aconsejó que tuviera cuidado, que en esos casos siempre había que comprobar. Y le dijo que cuando tuviera la certeza podría detener el juicio.
Era cierto, en el mismo hospital lo corroboró. Pararon el proceso. El señor Brito quedo agradecidísimo, pero el cliente enfureció.

- ¡A mí qué me importan los problemas de ese hijueputa! - le dijo. Yo quiero mi departamento, para eso lo contraté.

Donoso lo sacó a patadas del estudio jurídico. Perdió una promisoria carrera de abogado (no tenía corazón para ella) y devolvió las llaves del estudio. Ni licenciado, ni abogado, ni doctor en un país tan aquejado de "titulitis", como Ecuador. Por sus títulos los conoceréis. Tal vez sin saberlo del todo, empezaba a curtirse en su carrera de escritor. A partir de ahora, su caso sería distinto, "por mis libros me conoceréis", pareció decir. Solo escritor, en mayúsculas.

David Sosa Delgado, escritor y periodista cubano.


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