Novela histórica de próxima edición por Mar Abierto
Casi todos los revolucionarios que se entregaban a su rutina de
diario entrenamiento, por lo general, eran hombres jóvenes. Más o menos
procedentes de la misma circunstancia. Buenos jinetes y cazadores. Entre ellos
no había personas extraordinarias que por sus características físicas o
mentales, buenas o malas, sobresalieran del resto y llamaran la atención en
particular. Todos eran hombres enérgicos, corrientes, leales y obedientes de
manera incondicional. El estar alejado de la población civil permitía que
con el tiempo aquellos hombres se comportaran como una familia.
Pero dentro del conjunto de hombres
que secundaban al General también había tipos singulares que se ocupaban de
faenas más elevadas y que realmente llevaban a cabo el trabajo diplomático,
político o militar. Entre ellos, tanto por su importancia como por la
influencia que tenía sobre todos los asuntos, destacaba Roberto Andrade -en
primer lugar él era mi primer consejero, mi derecha y quien llevaba mi pluma en
su mano-. Andrade era enfermizo y extravagante, pero generoso y de una
inteligencia extraordinaria. Las opiniones sobre él estaban divididas en el
Ecuador pero era indudable y en eso había acuerdos de todos en que
Andrade estaba precedido de una reputación deformada y exagerada. Su
participación en el magnicidio de Gabriel García Moreno era la razón. Eloy
Alfaro así lo defendía, argumentando en
favor de su consejero y amigo (...).
De regreso el General descansaba en su hotel de Lima, cuando llegó
Roberto Andrade. Era portador de una comunicación que el presidente Antonio
Flores Jijón le hacía llegar por medio del cónsul del Ecuador a Alfaro. -Flores
pretendía en los últimos tiempos la unidad de los ecuatorianos-. Apunta. –Él
impulsó varias proclamas, en términos muy conceptuosos y conciliadores. Con la
misma finalidad ahora se acercaba a mí-. Sus términos invocaban el abandono de
viejos rencores e injurias, en bien de la paz del Ecuador. El gesto de Flores
iba acompañado de una oferta. Desde Quito se pretendía que Eloy Alfaro sea el
representante plenipotenciario en alguna nación de importancia, pero quienes se
lo proponían no contaban que la oferta iba a ser desechada de plano –los malentendidos son naturales y
la adversidad de nuestra rivalidad ineludibles-. Le escribía el General a
Flores Jijón –mi propuesta para usted va en el sentido de resignar el poder en
quien a usted bien convenga, con tal de que dicho elemento sea de ideas
liberales. No necesariamente he de ser yo-. Terminó expresando. –Que todo sea
por el bien de la Patria-.
Antonio Flores Jijón, había resultado
toda una sorpresa, que nunca imaginó ni de lejos para aquel acercamiento
–parece que el destino hubiera querido reírse de mí-. Anota. Para quienes
estaban de su lado, lo más asombroso era que por aquellos tiempos, él pasaba
grandes penurias económicas y aquella alta representación diplomática le
hubiese significado la solución para los problemas de aquella índole. –Flores
pretende por lo anecdótico de su propuesta, que yo ande como un mono de rama en
rama. En absoluto me interesan los honores de una representación diplomática-.
Les lanzo en la cara a quienes especularon que él podría inclinarse aceptando
el ofrecimiento del gobierno ecuatoriano –presto atención a quienes solo se
atarean para sí mismos. Es más, los justifico y me parece racional que reciban
el favor material a sus esfuerzos. Pero mucho mejor comprendo a los que
trabajan para los demás sin ir al encuentro de nada como premio-. Les concluyó
diciendo Alfaro a sus montoneros, que en esos intervalos se encontraban en una
rutina de ejercicios.
. En la soledad de su habitación abrió un sobre, que se había
reservado para leerlo en la intimidad.
Era una carta que le llegaba desde Paris. Imaginándose que era remitida
por Juan Montalvo, se llevó una sorpresa al revisar el nombre del remitente. Se
trataba del Dr. Yerovi, viejo conocido suyo y amigo entrañable de Montalvo. En
la misiva le relataba las circunstancias del fatídico desenlace de la vida de
don Juan, quien había fallecido de una pleuresía pulmonar complicada por la
mala función respiratoria que adolecía el escritor desde muy joven. Yerovi le informaba a Eloy Alfaro que, tras una
intervención quirúrgica, el literato había pedido ser llevado a su casa para
allí pasar sus últimos días.
Juan Montalvo, quien se mantuvo lúcido hasta el último momento,
aseguraba que su vida ahora se concentraba en su cerebro y que podía componer
una elegía que superaría a las realizadas en sus años de juventud. Detallando más
pormenores de los últimos instantes en la vida de Montalvo, Yerovi le glosaba
que el moribundo comprendía que la hora final le rebasaba. Un sacerdote se
apersonó a confesarlo, a lo que el poeta respondió: “En mi enfermedad, ni Dios
ni los hombres me han faltado. Padre estoy en paz con mi razón y mi conciencia.
Puedo tranquilo comparecer ante Dios” Así, de esa manera, el Dr. Yerovi
continuaba su escrito, sabiendo de buena fuente que el General había sido el
favorecedor de su buen amigo Juan Montalvo. Y que Los Siete Tratados y otras
publicaciones salidas de la pluma de Montalvo habían sido sufragadas por Eloy
Alfaro.
Inmerso en la pena, el General
continuaba la lectura. Su último día fue el diecisiete de Enero de mil
ochocientos noventa y nueve, “yo me allegué a la residencia de don Juan”. Apuntó
Yerovi. “Y mi sorpresa fue verlo vestido elegantemente, con un frac negro. Le
pregunté si iba a salir, a lo que él me contestó, más o menos, así: ”. Eloy Alfaro
dejó caer la carta en la mesita, junto a su cama, y recordó el carácter solemne
de Juan Montalvo. Su imperturbabilidad para vivir y para morir.
Esa noche mientras
releía la misiva y la grave noticia, le parecía distinguir claramente la altiva
y señera figura de Juan Montalvo cuando arribó a Panamá. -Fue allí donde
tuvimos la oportunidad de conocernos personalmente-. Recuerda como si fuese
ayer aquel hecho. En sus oídos volvió a resonar la voz del escritor. Desvelado
veía claramente a su interlocutor y se veía a sí mismo. Oía el tono grave de
cada una de sus palabras. Montalvo hablaba
lenta y solemnemente, con la vista clavada en un punto fijo, como si estuviera
leyendo, característica muy propia, quien incluso en asuntos baladíes decía lo
que pensaba con toda libertad y hasta el final arrojaba la opinión propia a la
cara de la gente y que sean ellos los que después se reconcoman. -Ese, era don
Juan-. Recuerda Alfaro, quien saltó de la cama, perseguido por sus
pensamientos. Ahora, asomado en la ventana, veía pasar por su mente viejas
imágenes de sus encuentros.
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