martes, 29 de mayo de 2012

El códice del general Alfaro (fragmento)


Novela histórica de próxima edición por Mar Abierto



Casi todos los revolucionarios que se entregaban a su rutina de diario entrenamiento, por lo general, eran hombres jóvenes. Más o menos procedentes de la misma circunstancia. Buenos jinetes y cazadores. Entre ellos no había personas extraordinarias que por sus características físicas o mentales, buenas o malas, sobresalieran del resto y llamaran la atención en particular. Todos eran hombres enérgicos, corrientes, leales y obedientes de manera incondicional. El estar alejado de la población civil permitía que con el tiempo aquellos hombres se comportaran como una familia. 

 Pero dentro del conjunto de hombres que secundaban al General también había tipos singulares que se ocupaban de faenas más elevadas y que realmente llevaban a cabo el trabajo diplomático, político o militar. Entre ellos, tanto por su importancia como por la influencia que tenía sobre todos los asuntos, destacaba Roberto Andrade -en primer lugar él era mi primer consejero, mi derecha y quien llevaba mi pluma en su mano-. Andrade era enfermizo y extravagante, pero generoso y de una inteligencia extraordinaria. Las opiniones sobre él estaban divididas en el Ecuador pero era indudable y en eso había  acuerdos de todos en que Andrade estaba precedido de una reputación deformada y exagerada. Su participación en el magnicidio de Gabriel García Moreno era la razón. Eloy Alfaro así  lo defendía, argumentando en favor de su consejero y amigo (...).

De regreso el General descansaba en su hotel de Lima, cuando llegó Roberto Andrade. Era portador de una comunicación que el presidente Antonio Flores Jijón le hacía llegar por medio del cónsul del Ecuador a Alfaro. -Flores pretendía en los últimos tiempos la unidad de los ecuatorianos-. Apunta. –Él impulsó varias proclamas, en términos muy conceptuosos y conciliadores. Con la misma finalidad ahora se acercaba a mí-. Sus términos invocaban el abandono de viejos rencores e injurias, en bien de la paz del Ecuador. El gesto de Flores iba acompañado de una oferta. Desde Quito se pretendía que Eloy Alfaro sea el representante plenipotenciario en alguna nación de importancia, pero quienes se lo proponían no contaban que la oferta iba a ser desechada  de plano –los malentendidos son naturales y la adversidad de nuestra rivalidad ineludibles-. Le escribía el General a Flores Jijón –mi propuesta para usted va en el sentido de resignar el poder en quien a usted bien convenga, con tal de que dicho elemento sea de ideas liberales. No necesariamente he de ser yo-. Terminó expresando. –Que todo sea por el bien de la Patria-. 

 Antonio Flores Jijón, había resultado toda una sorpresa, que nunca imaginó ni de lejos para aquel acercamiento –parece que el destino hubiera querido reírse de mí-. Anota. Para quienes estaban de su lado, lo más asombroso era que por aquellos tiempos, él pasaba grandes penurias económicas y aquella alta representación diplomática le hubiese significado la solución para los problemas de aquella índole. –Flores pretende por lo anecdótico de su propuesta, que yo ande como un mono de rama en rama. En absoluto me interesan los honores de una representación diplomática-. Les lanzo en la cara a quienes especularon que él podría inclinarse aceptando el ofrecimiento del gobierno ecuatoriano –presto atención a quienes solo se atarean para sí mismos. Es más, los justifico y me parece racional que reciban el favor material a sus esfuerzos. Pero mucho mejor comprendo a los que trabajan para los demás sin ir al encuentro de nada como premio-. Les concluyó diciendo Alfaro a sus montoneros, que en esos intervalos se encontraban en una rutina de ejercicios. 

. En la soledad de su habitación abrió un sobre, que se había reservado para leerlo en la intimidad.  Era una carta que le llegaba desde Paris. Imaginándose que era remitida por Juan Montalvo, se llevó una sorpresa al revisar el nombre del remitente. Se trataba del Dr. Yerovi, viejo conocido suyo y amigo entrañable de Montalvo. En la misiva le relataba las circunstancias del fatídico desenlace de la vida de don Juan, quien había fallecido de una pleuresía pulmonar complicada por la mala función respiratoria que adolecía el escritor desde muy joven. Yerovi  le informaba a Eloy Alfaro que, tras una intervención quirúrgica, el literato había pedido ser llevado a su casa para allí pasar sus últimos días. 

 Juan Montalvo, quien se mantuvo lúcido hasta el último momento, aseguraba que su vida ahora se concentraba en su cerebro y que podía componer una elegía que superaría a las realizadas en sus años de juventud.  Detallando más pormenores de los últimos instantes en la vida de Montalvo, Yerovi le glosaba que el moribundo comprendía que la hora final le rebasaba. Un sacerdote se apersonó a confesarlo, a lo que el poeta respondió: “En mi enfermedad, ni Dios ni los hombres me han faltado. Padre estoy en paz con mi razón y mi conciencia. Puedo tranquilo comparecer ante Dios” Así, de esa manera, el Dr. Yerovi continuaba su escrito, sabiendo de buena fuente que el General había sido el favorecedor de su buen amigo Juan Montalvo. Y que Los Siete Tratados y otras publicaciones salidas de la pluma de Montalvo habían sido sufragadas por Eloy Alfaro.  

 Inmerso en la pena, el General continuaba la lectura. Su último día fue el diecisiete de Enero de mil ochocientos noventa y nueve, “yo me allegué a la residencia de don Juan”. Apuntó Yerovi. “Y mi sorpresa fue verlo vestido elegantemente, con un frac negro. Le pregunté si iba a salir, a lo que él me contestó, más o menos, así: ”. Eloy Alfaro dejó caer la carta en la mesita, junto a su cama, y recordó el carácter solemne de Juan Montalvo. Su imperturbabilidad para vivir y para morir. 

 Esa noche mientras releía la misiva y la grave noticia, le parecía distinguir claramente la altiva y señera figura de Juan Montalvo cuando arribó a Panamá. -Fue allí donde tuvimos la oportunidad de conocernos personalmente-. Recuerda como si fuese ayer aquel hecho. En sus oídos volvió a resonar la voz del escritor. Desvelado veía claramente a su interlocutor y se veía a sí mismo. Oía el tono grave de cada una de sus palabras. Montalvo  hablaba lenta y solemnemente, con la vista clavada en un punto fijo, como si estuviera leyendo, característica muy propia, quien incluso en asuntos baladíes decía lo que pensaba con toda libertad y hasta el final arrojaba la opinión propia a la cara de la gente y que sean ellos los que después se reconcoman. -Ese, era don Juan-. Recuerda Alfaro, quien saltó de la cama, perseguido por sus pensamientos. Ahora, asomado en la ventana, veía pasar por su mente viejas imágenes de sus encuentros.

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