jueves, 12 de enero de 2012

EL DESCABEZADO

Por: Gonzalo Díaz Troya





Ilustración de Jaime Villareal.


Clemente Triviño, conocido en el pueblo como hombre pacífico, en uno de esos tantos domingos, muy de mañana, ensilló su mular y cargó como setenta y cinco libras de cacao a cada lado de la bestia. Algo había que llevar para vender, de lo contrario, ¿con qué dinero haría las compritas para la semana?

Una pertinaz llovizna caía por la zona. Clemente cubrió su cuerpo con un grueso poncho de goma, de esos que por allí los hacían con la leche del árbol de caucho, montó y lentamente se alejó por el fangoso callejón, mientras era seguido por las miradas lánguidas de su esposa y sus hijos, que parecían predecir la desgracia que caería sobre él.

El camino era difícil, largos trechos rebosantes de lodo por los que el mular enterraba sus patas hasta cubrir parte de su panza.

Cerca del pueblo estaba el río, donde Clemente lavó su cuerpo y las grandes fundas de plástico que cubrían el producto que llevaba para la venta. En el pueblo, que tendría a lo sumo unos quinientos habitantes, había mucha algarabía, era domingo, no era para menos. Vendió el cacao y, después de llenar medianamente las alforjas con las provisiones para la semana, como a las once de la mañana, se dirigió a la cantina del pueblo. Entre copa y copa, fueron avanzando las horas, perdió noción del tiempo. Ni de almorzar se acordó.

La noticia de un sangriento crimen en las afueras del pueblo se propagó, un clima de nerviosismo invadió la cantina. Mas, pronto todo volvió a su estado habitual.

Rayaban las seis de la tarde. Clemente apenas podía pararse, salió del lugar zigzagueando hasta llegar a su mular; subió en él y se encaminó a su hogar. Sabe Dios como en aquella y otras muchas ocasiones lograba llegar hasta su casa por aquellos caminos extremadamente malogrados por el invierno. Cerca de su destino, los aullidos del perro avisaban que Clemente se acercaba. Su esposa salió al corredor, con el candil en la mano, a recibir a su esposo. Como en otras ocasiones, su cuerpo simulaba un horripilante monstruo todo embarrado de lodo; al parecer varias veces había visitado el suelo. Se bajó del mular, torpemente tendió la alforja hasta las manos de su esposa y allí nomás, repentinamente cayó en el entablado.

No habían pasado ni diez minutos cuando un grito escalofriante se escuchó en la azotea de la casa. Era su esposa. Clemente, arrastrándose por no poder sostenerse en pie, llegó hasta ella. La encontró sobrecogida en un rincón observando de reojo, bajo la tenue luz de una lámpara que colgada de un clavo de la pared, una ensangrentada cabeza humana que yacía en la boca de la alforja.

Se le fue de un soplo la borrachera. Introdujo la cabeza en la alforja y, sin importarle la hora ni la distancia, corrió como loco sin parar hasta el pueblo. Llegó al destacamento de la policía rural. Contó que alguien había puesto aquella cabeza en su alforja mientras él tomaba unos tragos en la cantina. En voz baja, los rurales conversaban entre ellos y concluyeron que, efectivamente, esa era la cabeza del hombre que habían encontrado muerto en ese día. Sin mayor explicación, encarcelaron a Clemente. Al día siguiente lo trasladaron al cantón Bahía. Y por ironías de la vida fue culpado de ese crimen. Hace poco salió de la penitenciaría, tras cumplir trece años de condena. En realidad eran dieciséis, pero le perdonaron tres por buena conducta.



Esta historia es la primera de un libro que publicará este año Mar Abierto. Gonzalo Díaz Troya, decano de la extensión de la Uleam en El Carmen, narra con vibrante oralidad cuentos, leyendas de la tradición oral manabita y algunos de otros lugares. Esta obra tendrá ilustraciones, sin duda un libro de colección.

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