lunes, 27 de mayo de 2013

Los seres invisibles existen, yo los he visto... (P.Gil)



Por Ramiro Oviedo, Université du Littoral, Francia

Pedro Gil parece cumplir una condena escribiendo. Aparentemente no piensa callarse hasta tener la conciencia tranquila, o sea nunca. Ahora sale a la calle El príncipe de los canallas, compilación de  nueve historias que han permanecido años en la cárcel de la memoria, y en las que el narrador coquetea con lo horrible para exorcizarlo.

Más cercanos de la crónica  que del cuento, este libro nos conduce a una zona memorial del autor en la que la experiencia  personal, que a veces nos corta el aliento, rebasa  las  fronteras de la ficción.  El narrador es inocente de todo lo vivido, y nos parecería culpable si optara por el silencio. Pero no pudiendo ponerse al margen de las historias, incapaz de mentir hasta por omisión, Gil “se mancha” de aquello que cuenta, perpetrando una autoficción sin tapujos. La masa verbal en la que resulta inútil separar la realidad de la invención, bastaría para legitimarla. Digamos que este  libro en lugar de respetar los géneros, los transgrede, incrustándose en sus márgenes o en sus fronteras.

“…escribo sobre putas, maricas, choros,  porque en mi caso la realidad superó la ficción. Fui criado en una cantina donde atendía a estos seres invisibles, desechables. Crecí en esa atmósfera dostoieskiana. El asunto es que me involucre y mucho...”

En “Las moralidades de una puta”, por ejemplo, el narrador retrocede al día en que  cumple 12 años con  la decisión de suprimir los numerosos pajazos y estrenar una mujer en persona, pero el plan de celebrar su aniversario con Doña Dalila, la puta más respetada del barrio, se ve frustrado cuando ella lo rechaza de buenas maneras, aduciendo ser muy amiga de su madre.  Hubiera sido más fácil intentarlo con Betsabé, la hija...pero. Los años han pasado raudos  y ahora ambas  viven en España, en donde Betsabé practica con empeño  el oficio heredado  de su madre…

La experiencia carcelaria o la cotidianidad sórdida que nutren el ingrediente autobiográfico, impedirán al narrador -curtido en cantinas, burdeles, cárceles y hospicios- cortejar cualquier tipo de optimismo, por eso, con un pie rabioso en el estribo del nihilismo, estos textos serán  ante todo verdades transpuestas al papel con el aliento dramático de la calle, no de una Escuela de Literatura, ni de un Taller de Corte y Confección de Cuentos dictado por un gurú provinciano. Lo que no impide que en la configuración narrativa se escuche el acezante respirar del poeta que conocemos, deseoso de conjurar sus demonios como un experto saltarín de reglas y ducho infractor de las leyes.

1
…escribo como salvación de los demonios íntimos que nacieron en la convivencia con seres torturados que no aparecen en el cine, y si aparecen, aparecen distorsionados. Hablo del cine, libros, pintura. Los seres invisibles existen, yo los he visto y por  largo tiempo, y les enseñé a reír. Ja. Escribo sin venganza, con perdón. Solo deseo desterrar la hipocresía de lo religioso, de lo evangélico…”

El narrador de El príncipe de los canallas deja entrever su “condena” como prisionero peligroso de eso que nos cuenta y que le sirve para liberarse, mientras reduce a prisión perentoria a quienes cometen la insolencia de  leerlo. Con razón Jack Henry Abbot decía que los prisioneros más peligrosos son escritores y lectores. Yo añadiría en esa  lista a los amantes del cine de acción. Por eso, a los guiños meta-textuales gastados en favor de Dostoievsky, Graham Greene, Raymond Carver, Ernest Hemingway, Jorge Martillo o el Calvo Tobar, se suman los guiños a Charles  Bronson, Marlon Brando, Robert de Niro o Jhon Travolta, con quienes el autor parece haber firmado un pacto.

La adrenalina del barrio de Los Respetados, pródigo en Bronsons tercermundistas de carne y hueso, y la plástica maravillosa del baile de Travolta, delinean metafóricamente el puente entre  la violencia y el arte, entre lo horrible y lo bello, o sea lo aparentemente imposible. Solo que en estas historias Travolta no ha podido ir lejos y no será sino el apodo de un contumaz delincuente, como si el arte y el placer estético no tuvieran espacio en estos lares.

El último baile de John Travolta, hay que leerlo como un ejercicio de vampirización de los héroes del cine. John el bailarín, el respetado, el puñete bravo de un barrio de Manta, muy parecido al  Bronx de Bronson, o de De Niro,  aunque se comporte a veces como Corleone, es en verdad un ladrón con el rostro de mapamundi, por haberse cruzado al apuro una cerca de alambre de púas intentando escapar en el ultimo robo. Obviamente,  su media naranja no puede sino  llamarse Olivia y su hija  común, Judie Foster, con la que el maloso Pedro Gil, aliado de Travolta, mantiene amoríos secretos. Viendo las cosas color de hormiga y oliendo la venganza, el narrador cambia a contra-reloj el último plan de atraco a una Casa de cambios  por un vuelo a Quito. ¡Qué bien, Pedrín!¡Te salvaste!

En  el mismo registro, “Mata para que te respeten”, el narrador nos muestra a un  Marlon Brando  en joda, un escritor que  no puede pagar el alquiler del piso en un barrio de Guayaquil, a la terrible señora “Mataporgusto”, cuya  agreste y tórrida biografía es trazada a brochazo limpio. Brando, con todas las cosas que le suceden en esta ciudad que suda erotomanía  y sangre, no puede sino superar a Graham Greene. En el inodoro, Pedro Gil, el Príncipe de los Canallas, lee las crónicas de Martillo y del Calvo Tobar...

y Paul Auster? y Fernando Vallejo? Carrere, el francés que da roncha con su literatura no-ficción? la realidad es lo increíble, dixit Lispector. o más claro, yo no soy Balzac ni Dostoievsky para escribir como narrador omnisciente, esto lo dice Fernando Vallejo. Escribo lo que viví y vivo sin olvidar que sobre todo mi compromiso es con el arte, con la creatividad.

2
Lúcida y certera, sin atenuar la furia ni la crudeza, la mirada de bandido de Gil ( ¿cómo puede haber  un gil bandido?), que antes se detenía en los espacios de un hospital psiquiátrico y su galería de seres trastornados, ahora, a punte brochazo revela su atracción por los pícaros, marginales y delincuentes, cuyo mundo pasa revista. Ahí desfilan el espacio carcelario, su  ambiente homosexual, las  casas y los barrios en los que estos personajes viven cuando no están presos, y el leitmotiv de la ambigua acción pastoral empeñada en la rehabilitación de esos ex-hombres convertidos en parias.

“…Me fui a Argentina en el 2004 y estudie teología, primero hice una pasantía con adicto-criminales adolescentes, estuve tres meses y me dieron un papel de socioterapeuta. Como no quería regresar me quedé estudiando teología, en calidad de aspirante a misionero evangélico. Duré un año en Argentina...”

“Casa de reposo”  delinea con sugerencias los artilugios de la doblez, el teatro de la vida en la Casa de Reposo, donde el narrador-terapeuta reitera su condición de erotómano feliz, porque  las mujeres  de sus pacientes  -amigos del alma- se prestan. En este mismo registro, el texto titulado Charles Bronson narra cómo un asesino contumaz, un desquiciado que trata de rehabilitarse, puede blandir su lado más bueno, buscando proteger a un perrito que hace incursión en la capilla del centro carcelario. La orden de expulsión del animal dictada por la sacerdotisa puede provocar lo inenarrable.

“…me pasaron a Cali. En Cali, luz de un nuevo cielo,  narro la experiencia. Me declararon rebelde y en público, en la comunidad evangélica. A los 27 años tuve un año en un centro carcelario con tendencia a la evangelización estaba escrito mi destino de paria,como Genet. Ja...”

“En Cali, luz de un nuevo cielo”,  texto al que se alude en la cita, el narrador juega con dos planos opuestos : el de los sueños rotos del joven aniñado y los del narrador aspirante a misionero en El Redil  - la iglesia evangélica-  donde será inevitable codearse con la homosexualidad.

“… eso del año en el centro carcelario fue en Guayaquil, con asaltantes, criminales, maricas, sin visitas. La crueldad de la infancia es basura a mi juventud, además creo que tuve una vida feliz...”

Gil, que creció codeándose con personajes esperpénticos desde niño, lejos de quejarse o de situarse en condición de víctima, parece solazarse contando estas historias que podrían enriquecer las crónicas de un realismo sucio a la ecuatoriana, en donde lo sórdido y violento parecen un apacible cuadro costumbrista. Para comprenderlo tendríamos que aceptar que algunos hombres son lo que son: mitómanos e irreverentes de pacotilla, auto-convencidos de ser “duros”, “rebeldes” y “berracos”, aunque en realidad solo sean profesores mediocres, mal pagados y conformistas, empleados de banco que guardan celosamente la plata ajena, aprovechando las pausas  para adular a sus jefes, o escritores de baja ralea viviendo de cheques oficiales sospechosos, sino es  a costilla de sus sufridas cónyuges. La diferencia con el ladrón profesional radica en que éste, para sobrevivir, roba con toda sinceridad, en defensa propia, como Lázaro en el cuento “El ladrón de flores”, que ni para robar sirve.
  
3
“Dígame si no, ¿a quién se le ocurre ir a robar las flores de plástico que dejan los deudos en el cementerio? Pero eso no es todo  Fantomas ha salido de la cárcel para matarlo.  Camacho y el narrador, que ha prestado solidariamente su cuchitril para velarlo, lo han delatado por un puñado de dólares...

Cierto es que a veces el ladrón profesional mata con franqueza, es decir con alevosía, con fe,  evitando embrutecerse en un trabajo alienante y castrador, como queriendo atenuar su perfil de bandido con el aura de los rebeldes con causa, en el mundo podrido que habitan. La frontera entre los rebeldes pequeño-burgueses y los “fuera de la ley” será  imperceptible, pero en estas páginas no es el caso: por aquí,  - Cali, Manta, Guayaquil – referentes espaciales reales pero también simbólicos, en la medida en  que implican a la urbe latinoamericana como espacio de violencia- deambulan los auténticos, los pesados, los duros de la crónica roja de esos diarios sensacionalistas, con personajes que hacen flamear récords policiales gordos como gatos angoras. Lugares estos en los que los parias no solo  son vistos en la dimensión de su falta o de su culpa (contumacia, traición, delación, olvido del código del hampa) sino  en la de la pizca de humanidad que les queda (el amor, la compasión, la evasión). El narrador lúcido optará entonces por la escritura como  posibilidad de redención.
“…decidí escribir y leer, nada más. Así como un día decidí fumar hasta supositorios, ser un irreverente, hoy decido dejar los vicios…”

¡Qué bien, pero qué difícil dejar de ser lo que se es!. Para ser franco, personalmente  me interesan los buenos escritores, aunque sean atracadores de bancos, borrachos o fumones. Lo que no perdono son las apariencias.

Afortunadamente, la responsabilidad del escritor con la literatura la salda Pedro Gil con la sutileza y la originalidad de perspectiva. No solo sabe mirar el mundo que le toca, sino que lo vive en carne propia y además sabe contarlo. Asumiendo riesgos, como el tragafuegos de feria, removiendo y capturando aquellas vivencias singulares que comenzaron en la infancia  y que  no han frenado nunca,  para dejar ver a los demás las cosas que no han visto, debido a la insensibilidad patológica de nuestros tiempos o debido a que, simplemente, no se las ha sabido contar. No es el caso de “Un lindo sepelio”, que  relata con pelos y señales las honras fúnebres de Victoria, la heroica hermana del narrador, que rememora con sorna los hechos, diez años después de ocurridos.  Ocasión para  trazar el fresco de una familia mantense y la vida de un  barrio sin brújula, El retrato de El canallón -entre otros logros- constituye un aporte ecuatoriano a la literatura de lo grotesco.

Poniendo en el tapete la estrecha relación entre la escritura y la vida,  Maurice Sachs ha dicho  “Vivo mi libro,  y eso me impide escribirlo”;  en la misma línea insisto yo en uno de mis poemas, para acentuar el peso de la experiencia en la escritura, sus artificios y sus marcos encasilladores: “escribo poco porque vivo mucho" (lo que explica mi fraternidad con el poeta Gil). Inútil, entonces, discurrir sobre el género  que más conviene a estos textos:  ¿crónicas ? ¿Cuentos ? Poco importa. Lo que interesa es que en ellos el autor escribe fragmentos de su propia verdad, evitando el efectismo, la flojera de escribir tratando de impresionar a los cándidos, las propuestas de  entrevista,  las notas de prensa, la foto en la agenda de vida social, todo eso que convierte a la literatura en una pasarela de baratijas narcísicas, sus vidas anodinas, pero con zapatos y con celular top model.

Gil no cae en ninguna de estas  trampas, y esperamos que nunca caiga.

Lo que interesa también no radica en la biografía confiable del escritor fulano o sutano, sino en la   relación  que  este ha sabido crear entre la vida y la obra. Ahí se funden temas de lo privado y lo público, ahí se avizora la responsabilidad del Estado y de la sociedad en el resbalón de los antisociales en el mundo carcelario -ningún delito es gratuito ni producto exclusivo de la demencia -,    el sistema judicial, la escritura como bote salvavidas, como evasión y como brújula,  la verdad de las mentiras y las mentiras autobiográficas que intentan aclarar la violencia, puesto que el problema no radica en que los personajes  no quieren  adaptarse al mundo, sino al revés.

“…para ser bueno sobra y basta con alistar tu corazón para la buena batalla. No hacerle el mal ni a un perro callejero. Ja. La literatura salva. Yo me he salvado por la literatura. No por los sedantes ni antisicóticos, fue por leer y escribir...”

De este  eje temático nuclear que confiere unidad al libro, se ha ido abriendo en abanico una serie de hilos que  nutren el relato: el amor, la precariedad, la vida, la muerte, el oprobio, la falsa solidaridad. Todo esto se sustenta en la acción (casi congelada por una lengua avara) que gastan los pícaros en  atracos, broncas, homicidios y escenas eróticas o  planes de asalto cambiados a última hora por un viaje a Quito, por puro amor a  la noviecita  y a la literatura.

Trazando la  precariedad  de aquellos especímenes lumpescos, el narrador deja entrever signos que  le identifican y le separan  de la colectividad, accionando  una oralidad  que cumple el rol de látigo que debe “zarandear” la vida o de la escoba con la que el ángel vengador va a barrer las inmundicias. Esta oralidad cruda y contumaz convierte al texto  en acto, como si no importara su  lectura, sino lo que se ve y lo que  hace vivir. Y puesto que las apariencias engañan, Gil pone en entredicho la « Mala Suerte » de estos seres, a la vez que parece proponer un análisis psico-social y político de ese mismo estigma, abriendo un nuevo nivel de lectura para sus textos. Ahí podemos entrar a  hablar de las responsabilidades de Alianza País y de la Revolución Ciudadana, por ejemplo, en la vida vivita de nuestra gente.

Sintiendo  en carne propia la frustración y la impotencia del mundo que les ha tocado a él y a su banda, criaturas excesivas  y sin remedio,  incapaces de  andar por las nubes, el narrador exhibirá el caos de la comunidad y su propio caos, re-viviendo esas plazas, barrios, cantinas y cabarets de mala muerte. Desmantelando cualquier prejuicio, el ojo de bandido de Gil tampoco hace concesión alguna al planeta del lúmpem: el delincuente, que puede  ser un suicida a plazos, enamorado del alcohol, del bazuko o de los valses de Carmencita Lara, puede también ser una bestia, una rata que mide 1m. 75, pero que no tiene por qué morir a puntapiés, porque  «también tiene alma».

Eso es lo que vemos en  “Asesinato en la taberna”, texto situado en una cantina de Manta, donde una banda de calaveras se pone a quemar el  tiempo  El alcohol despierta el sentimentalismo y la euforia en  los  extraviados. El cantinero, bravucón pese a los ataques de epilepsia, evoluciona de lo agrio a lo dulce y termina ofreciéndoles  una botella  gratis, ocasión inmejorable para que cada uno a su turno  le prometa algo. El escritor,  una novela donde el cantinero será el héroe; el profe, un puesto de portero en un colegio;  el aspirante a periodista que jamás ha escrito  nada, ofrece  publicar un reportaje en su honor; Camacho, que sabe de negocios, se ofrece comedidamente para administrar la cantina.... Nadie sospecha el cruce intempestivo de una rata... , Leer, por favor,  leer los símbolos terroríficos de este texto, con chorros de Poe y de Quiroga.

A los escritores de éxito que lean esta nota, clientes de hoteles tres estrellas (mínimo), pagados por el Ministerio de Cultura-,  y que por temor a la realidad se abstienen de salir a comprar tabacos en la esquina, se les felicita, que sigan nomás, - les digo yo- pero también les recuerdo que ya es hora de que renuncien a la escafandra chiveada de bohemios  y temerarios de la que hacen usufructo gracias a  la escritura.  Es  hora de que se pongan a leer  las canalladas de un príncipe que vale la pena, para que aprendan y  dejen de ser lo que son: mariquitas  que sin pizca de experiencia osan lanzarse a la representación de la realidad. Si no, que nos muestren una arruga ganada a pulso, una cicatriz de por lo menos un centímetro como condecoración. Algo.

                                                                          

No hay comentarios: