Por Ramiro Oviedo,
Université du Littoral, Francia
Pedro Gil
parece cumplir una condena escribiendo. Aparentemente no piensa callarse hasta
tener la conciencia tranquila, o sea nunca. Ahora sale a la calle El príncipe de los canallas, compilación
de nueve historias que han permanecido
años en la cárcel de la memoria, y en las que el narrador coquetea con lo
horrible para exorcizarlo.
Más cercanos
de la crónica que del cuento, este libro
nos conduce a una zona memorial del autor en la que la experiencia personal, que a veces nos corta el aliento,
rebasa las fronteras de la ficción. El narrador es inocente de todo lo vivido, y
nos parecería culpable si optara por el silencio. Pero no pudiendo ponerse al
margen de las historias, incapaz de mentir hasta por omisión, Gil “se mancha” de
aquello que cuenta, perpetrando una autoficción sin tapujos. La masa verbal en
la que resulta inútil separar la realidad de la invención, bastaría para
legitimarla. Digamos que este libro en
lugar de respetar los géneros, los transgrede, incrustándose en sus márgenes o
en sus fronteras.
“…escribo
sobre putas, maricas, choros, porque en
mi caso la realidad superó la ficción. Fui criado en una cantina donde atendía
a estos seres invisibles, desechables. Crecí en esa atmósfera dostoieskiana. El
asunto es que me involucre y mucho...”
En “Las
moralidades de una puta”, por ejemplo, el narrador retrocede al día en que cumple 12 años con la decisión de suprimir los numerosos pajazos
y estrenar una mujer en persona, pero el plan de celebrar su aniversario con
Doña Dalila, la puta más respetada del barrio, se ve frustrado cuando ella lo
rechaza de buenas maneras, aduciendo ser muy amiga de su madre. Hubiera sido más fácil intentarlo con
Betsabé, la hija...pero. Los años han pasado raudos y ahora ambas
viven en España, en donde Betsabé practica con empeño el oficio heredado de su madre…
La experiencia
carcelaria o la cotidianidad sórdida que nutren el ingrediente autobiográfico,
impedirán al narrador -curtido en cantinas, burdeles, cárceles y hospicios-
cortejar cualquier tipo de optimismo, por eso, con un pie rabioso en el estribo
del nihilismo, estos textos serán ante
todo verdades transpuestas al papel con el aliento dramático de la calle, no de
una Escuela de Literatura, ni de un Taller de Corte y Confección de Cuentos
dictado por un gurú provinciano. Lo que no impide que en la configuración
narrativa se escuche el acezante respirar del poeta que conocemos, deseoso de
conjurar sus demonios como un experto saltarín de reglas y ducho infractor de
las leyes.
1
…escribo como
salvación de los demonios íntimos que nacieron en la convivencia con seres
torturados que no aparecen en el cine, y si aparecen, aparecen distorsionados.
Hablo del cine, libros, pintura. Los seres invisibles existen, yo los he visto
y por largo tiempo, y les enseñé a reír.
Ja. Escribo sin venganza, con perdón. Solo deseo desterrar la hipocresía de lo
religioso, de lo evangélico…”
El narrador de
El príncipe de los canallas deja
entrever su “condena” como prisionero peligroso de eso que nos cuenta y que le
sirve para liberarse, mientras reduce a prisión perentoria a quienes cometen la
insolencia de leerlo. Con razón Jack
Henry Abbot decía que los prisioneros más peligrosos son escritores y lectores.
Yo añadiría en esa lista a los amantes
del cine de acción. Por eso, a los guiños meta-textuales gastados en favor de
Dostoievsky, Graham Greene, Raymond Carver, Ernest Hemingway, Jorge Martillo o
el Calvo Tobar, se suman los guiños a Charles
Bronson, Marlon Brando, Robert de Niro o Jhon Travolta, con quienes el
autor parece haber firmado un pacto.
La adrenalina
del barrio de Los Respetados, pródigo en Bronsons tercermundistas de carne y
hueso, y la plástica maravillosa del baile de Travolta, delinean
metafóricamente el puente entre la
violencia y el arte, entre lo horrible y lo bello, o sea lo aparentemente
imposible. Solo que en estas historias Travolta no ha podido ir lejos y no será
sino el apodo de un contumaz delincuente, como si el arte y el placer estético
no tuvieran espacio en estos lares.
El último
baile de John Travolta, hay que leerlo como un ejercicio de vampirización de
los héroes del cine. John el bailarín, el respetado, el puñete bravo de un
barrio de Manta, muy parecido al Bronx
de Bronson, o de De Niro, aunque se
comporte a veces como Corleone, es en verdad un ladrón con el rostro de
mapamundi, por haberse cruzado al apuro una cerca de alambre de púas intentando
escapar en el ultimo robo. Obviamente,
su media naranja no puede sino
llamarse Olivia y su hija común,
Judie Foster, con la que el maloso Pedro Gil, aliado de Travolta, mantiene
amoríos secretos. Viendo las cosas color de hormiga y oliendo la venganza, el
narrador cambia a contra-reloj el último plan de atraco a una Casa de
cambios por un vuelo a Quito. ¡Qué bien,
Pedrín!¡Te salvaste!
En el mismo registro, “Mata para que te respeten”,
el narrador nos muestra a un Marlon
Brando en joda, un escritor que no puede pagar el alquiler del piso en un
barrio de Guayaquil, a la terrible señora “Mataporgusto”, cuya agreste y tórrida biografía es trazada a
brochazo limpio. Brando, con todas las cosas que le suceden en esta ciudad que
suda erotomanía y sangre, no puede sino
superar a Graham Greene. En el inodoro, Pedro Gil, el Príncipe de los Canallas,
lee las crónicas de Martillo y del Calvo Tobar...
y Paul Auster?
y Fernando Vallejo? Carrere, el francés que da roncha con su literatura
no-ficción? la realidad es lo increíble, dixit Lispector. o más claro, yo no
soy Balzac ni Dostoievsky para escribir como narrador omnisciente, esto lo dice
Fernando Vallejo. Escribo lo que viví y vivo sin olvidar que sobre todo mi compromiso
es con el arte, con la creatividad.
2
Lúcida y
certera, sin atenuar la furia ni la crudeza, la mirada de bandido de Gil (
¿cómo puede haber un gil bandido?), que
antes se detenía en los espacios de un hospital psiquiátrico y su galería de
seres trastornados, ahora, a punte brochazo revela su atracción por los
pícaros, marginales y delincuentes, cuyo mundo pasa revista. Ahí desfilan el
espacio carcelario, su ambiente
homosexual, las casas y los barrios en
los que estos personajes viven cuando no están presos, y el leitmotiv de la
ambigua acción pastoral empeñada en la rehabilitación de esos ex-hombres
convertidos en parias.
“…Me fui a
Argentina en el 2004 y estudie teología, primero hice una pasantía con
adicto-criminales adolescentes, estuve tres meses y me dieron un papel de
socioterapeuta. Como no quería regresar me quedé estudiando teología, en
calidad de aspirante a misionero evangélico. Duré un año en Argentina...”
“Casa de
reposo” delinea con sugerencias los
artilugios de la doblez, el teatro de la vida en la Casa de Reposo, donde el
narrador-terapeuta reitera su condición de erotómano feliz, porque las mujeres
de sus pacientes -amigos del
alma- se prestan. En este mismo registro, el texto titulado Charles Bronson
narra cómo un asesino contumaz, un desquiciado que trata de rehabilitarse,
puede blandir su lado más bueno, buscando proteger a un perrito que hace
incursión en la capilla del centro carcelario. La orden de expulsión del animal
dictada por la sacerdotisa puede provocar lo inenarrable.
“…me pasaron a
Cali. En Cali, luz de un nuevo cielo,
narro la experiencia. Me declararon rebelde y en público, en la
comunidad evangélica. A los 27 años tuve un año en un centro carcelario con
tendencia a la evangelización estaba escrito mi destino de paria,como Genet. Ja...”
“En Cali, luz
de un nuevo cielo”, texto al que se
alude en la cita, el narrador juega con dos planos opuestos : el de los sueños
rotos del joven aniñado y los del narrador aspirante a misionero en El
Redil - la iglesia evangélica- donde será inevitable codearse con la
homosexualidad.
“… eso del año
en el centro carcelario fue en Guayaquil, con asaltantes, criminales, maricas,
sin visitas. La crueldad de la infancia es basura a mi juventud, además creo
que tuve una vida feliz...”
Gil, que
creció codeándose con personajes esperpénticos desde niño, lejos de quejarse o
de situarse en condición de víctima, parece solazarse contando estas historias
que podrían enriquecer las crónicas de un realismo sucio a la ecuatoriana, en
donde lo sórdido y violento parecen un apacible cuadro costumbrista. Para
comprenderlo tendríamos que aceptar que algunos hombres son lo que son:
mitómanos e irreverentes de pacotilla, auto-convencidos de ser “duros”,
“rebeldes” y “berracos”, aunque en realidad solo sean profesores mediocres, mal
pagados y conformistas, empleados de banco que guardan celosamente la plata
ajena, aprovechando las pausas para
adular a sus jefes, o escritores de baja ralea viviendo de cheques oficiales
sospechosos, sino es a costilla de sus
sufridas cónyuges. La diferencia con el ladrón profesional radica en que éste,
para sobrevivir, roba con toda sinceridad, en defensa propia, como Lázaro en el
cuento “El ladrón de flores”, que ni para robar sirve.
3
“Dígame si no,
¿a quién se le ocurre ir a robar las flores de plástico que dejan los deudos en
el cementerio? Pero eso no es todo Fantomas ha salido de la cárcel para matarlo. Camacho y el narrador, que ha prestado
solidariamente su cuchitril para velarlo, lo han delatado por un puñado de
dólares...
Cierto es que
a veces el ladrón profesional mata con franqueza, es decir con alevosía, con
fe, evitando embrutecerse en un trabajo
alienante y castrador, como queriendo atenuar su perfil de bandido con el aura
de los rebeldes con causa, en el mundo podrido que habitan. La frontera entre
los rebeldes pequeño-burgueses y los “fuera de la ley” será imperceptible, pero en estas páginas no es el
caso: por aquí, - Cali, Manta, Guayaquil
– referentes espaciales reales pero también simbólicos, en la medida en que implican a la urbe latinoamericana como
espacio de violencia- deambulan los auténticos, los pesados, los duros de la
crónica roja de esos diarios sensacionalistas, con personajes que hacen flamear
récords policiales gordos como gatos angoras. Lugares estos en los que los
parias no solo son vistos en la dimensión
de su falta o de su culpa (contumacia, traición, delación, olvido del código
del hampa) sino en la de la pizca de
humanidad que les queda (el amor, la compasión, la evasión). El narrador lúcido
optará entonces por la escritura como
posibilidad de redención.
“…decidí
escribir y leer, nada más. Así como un día decidí fumar hasta supositorios, ser
un irreverente, hoy decido dejar los vicios…”
¡Qué bien,
pero qué difícil dejar de ser lo que se es!. Para ser franco,
personalmente me interesan los buenos
escritores, aunque sean atracadores de bancos, borrachos o fumones. Lo que no
perdono son las apariencias.
Afortunadamente,
la responsabilidad del escritor con la literatura la salda Pedro Gil con la
sutileza y la originalidad de perspectiva. No solo sabe mirar el mundo que le
toca, sino que lo vive en carne propia y además sabe contarlo. Asumiendo
riesgos, como el tragafuegos de feria, removiendo y capturando aquellas
vivencias singulares que comenzaron en la infancia y que
no han frenado nunca, para dejar
ver a los demás las cosas que no han visto, debido a la insensibilidad
patológica de nuestros tiempos o debido a que, simplemente, no se las ha sabido
contar. No es el caso de “Un lindo sepelio”, que relata con pelos y señales las honras
fúnebres de Victoria, la heroica hermana del narrador, que rememora con sorna
los hechos, diez años después de ocurridos.
Ocasión para trazar el fresco de
una familia mantense y la vida de un
barrio sin brújula, El retrato de El canallón -entre otros logros-
constituye un aporte ecuatoriano a la literatura de lo grotesco.
Poniendo en el
tapete la estrecha relación entre la escritura y la vida, Maurice Sachs ha dicho “Vivo mi libro, y eso me impide escribirlo”; en la misma línea insisto yo en uno de mis
poemas, para acentuar el peso de la experiencia en la escritura, sus artificios
y sus marcos encasilladores: “escribo poco porque vivo mucho" (lo que
explica mi fraternidad con el poeta Gil). Inútil, entonces, discurrir sobre el
género que más conviene a estos textos: ¿crónicas ? ¿Cuentos ? Poco importa. Lo que
interesa es que en ellos el autor escribe fragmentos de su propia verdad,
evitando el efectismo, la flojera de escribir tratando de impresionar a los
cándidos, las propuestas de
entrevista, las notas de prensa,
la foto en la agenda de vida social, todo eso que convierte a la literatura en
una pasarela de baratijas narcísicas, sus vidas anodinas, pero con zapatos y
con celular top model.
Gil no cae en
ninguna de estas trampas, y esperamos
que nunca caiga.
Lo que
interesa también no radica en la biografía confiable del escritor fulano o
sutano, sino en la relación que este
ha sabido crear entre la vida y la obra. Ahí se funden temas de lo privado y lo
público, ahí se avizora la responsabilidad del Estado y de la sociedad en el
resbalón de los antisociales en el mundo carcelario -ningún delito es gratuito
ni producto exclusivo de la demencia -,
el sistema judicial, la escritura como bote salvavidas, como evasión y
como brújula, la verdad de las mentiras
y las mentiras autobiográficas que intentan aclarar la violencia, puesto que el
problema no radica en que los personajes
no quieren adaptarse al mundo,
sino al revés.
“…para ser
bueno sobra y basta con alistar tu corazón para la buena batalla. No hacerle el
mal ni a un perro callejero. Ja. La literatura salva. Yo me he salvado por la
literatura. No por los sedantes ni antisicóticos, fue por leer y escribir...”
De este eje temático nuclear que confiere unidad al
libro, se ha ido abriendo en abanico una serie de hilos que nutren el relato: el amor, la precariedad, la
vida, la muerte, el oprobio, la falsa solidaridad. Todo esto se sustenta en la
acción (casi congelada por una lengua avara) que gastan los pícaros en atracos, broncas, homicidios y escenas
eróticas o planes de asalto cambiados a
última hora por un viaje a Quito, por puro amor a la noviecita
y a la literatura.
Trazando
la precariedad de aquellos especímenes lumpescos, el
narrador deja entrever signos que le
identifican y le separan de la
colectividad, accionando una oralidad que cumple el rol de látigo que debe
“zarandear” la vida o de la escoba con la que el ángel vengador va a barrer las
inmundicias. Esta oralidad cruda y contumaz convierte al texto en acto, como si no importara su lectura, sino lo que se ve y lo que hace vivir. Y puesto que las apariencias
engañan, Gil pone en entredicho la « Mala Suerte » de estos seres, a la vez que
parece proponer un análisis psico-social y político de ese mismo estigma,
abriendo un nuevo nivel de lectura para sus textos. Ahí podemos entrar a hablar de las responsabilidades de Alianza
País y de la Revolución Ciudadana, por ejemplo, en la vida vivita de nuestra
gente.
Sintiendo en carne propia la frustración y la
impotencia del mundo que les ha tocado a él y a su banda, criaturas
excesivas y sin remedio, incapaces de
andar por las nubes, el narrador exhibirá el caos de la comunidad y su
propio caos, re-viviendo esas plazas, barrios, cantinas y cabarets de mala
muerte. Desmantelando cualquier prejuicio, el ojo de bandido de Gil tampoco
hace concesión alguna al planeta del lúmpem: el delincuente, que puede ser un suicida a plazos, enamorado del
alcohol, del bazuko o de los valses de Carmencita Lara, puede también ser una
bestia, una rata que mide 1m. 75, pero que no tiene por qué morir a puntapiés,
porque «también tiene alma».
Eso es lo que
vemos en “Asesinato en la taberna”,
texto situado en una cantina de Manta, donde una banda de calaveras se pone a
quemar el tiempo El alcohol despierta el sentimentalismo y la
euforia en los extraviados. El cantinero, bravucón pese a
los ataques de epilepsia, evoluciona de lo agrio a lo dulce y termina ofreciéndoles una botella
gratis, ocasión inmejorable para que cada uno a su turno le prometa algo. El escritor, una novela donde el cantinero será el héroe;
el profe, un puesto de portero en un colegio; el aspirante a periodista que jamás ha
escrito nada, ofrece publicar un reportaje en su honor; Camacho,
que sabe de negocios, se ofrece comedidamente para administrar la cantina....
Nadie sospecha el cruce intempestivo de una rata... , Leer, por favor, leer los símbolos terroríficos de este texto,
con chorros de Poe y de Quiroga.
A los
escritores de éxito que lean esta nota, clientes de hoteles tres estrellas
(mínimo), pagados por el Ministerio de Cultura-, y que por temor a la realidad se abstienen de
salir a comprar tabacos en la esquina, se les felicita, que sigan nomás, - les
digo yo- pero también les recuerdo que ya es hora de que renuncien a la
escafandra chiveada de bohemios y
temerarios de la que hacen usufructo gracias a
la escritura. Es hora de que se pongan a leer las canalladas de un príncipe que vale la
pena, para que aprendan y dejen de ser
lo que son: mariquitas que sin pizca de
experiencia osan lanzarse a la representación de la realidad. Si no, que nos
muestren una arruga ganada a pulso, una cicatriz de por lo menos un centímetro
como condecoración. Algo.
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