Por Fernando Tinajero
Hace cosa de treinta años, al prologar un
libro medular de Arturo Andrés Roig, el inolvidable Hernán Malo se preguntaba
si existe o no una filosofía ecuatoriana, y advertía que cualquier
pronunciamiento sobre este tema implica una toma de posición sobre la esencia
misma de la filosofía. Por eso recordaba que, partiendo de una concepción más
alemana que griega, José Rafael Bustamante y Benjamín Carrión habían escrito
que el Ecuador es tierra sin filósofos, puesto que a lo largo de nuestra
historia, si bien se han escrito algunos comentarios de carácter divulgativo,
no existe ningún texto que haya presentado un pensamiento original sobre las
cuestiones que se consideran verdaderamente filosóficas. En contra de esa
radical opinión, Malo defendía que en la producción intelectual de los
ecuatorianos existe una auténtica filosofía que no deja de serlo por no haber
empleado el tradicional lenguaje de los filósofos europeos. Bien entendidas,
las palabras de Malo significaban, en primer lugar, que es erróneo suponer que
existen temas que sean “verdaderamente filosóficos”, puesto que no es el objeto
del pensamiento lo que determina la autenticidad del filosofar, sino la actitud
íntima y radical del sujeto filosofante; y, en segundo lugar, que la filosofía,
como el ser de Aristóteles, tiene muchas maneras de llegar al brillo del
aparecer.
Fernando Tinajero (+) cuando realizaba el análisis de la obra del Dr. Medardo Mora Filosofía de la vida o la vida es una filosofía. |
No solo por el afecto con que guardo la
memoria de Hernán Malo (el cual sería razón insuficiente), sino por un largo
trato con nuestra literatura, pienso que, efectivamente, hay una filosofía de
los ecuatorianos, y que la hay sobre todos los temas, sean o no los que, desde
la tradición del pensamiento europeo, suelen ser considerados “verdaderamente
filosóficos”. Si, como el propio Heidegger decía, el poetizar es una superación
de la metafísica, el Ecuador puede exhibir no menos de una veintena de grandes
poetas-filósofos que, a la manera de los griegos primordiales, se plantearon su
propia relación con la realidad del mundo y del conocimiento en la concisa y
fascinante lengua de la imagen. Más aún, nadie podrá convencerme de que
nuestros grandes narradores no han calado con hondura incuestionablemente
filosófica en medulares cuestiones que atañen a aquello que está más allá de
toda circunstancia y que, por lo mismo, implica lo más profundo y digno de ser
preguntado.
¿Qué es entonces la filosofía y cómo es
posible verificar su existencia en la producción intelectual de los
ecuatorianos? ¿Cómo distinguir lo que es propiamente filosófico de lo que solo
aparenta serlo, si a lo largo de todos los tiempos la filosofía se ha
presentado bajo el signo de la contradicción, oscilando de tal modo entre
extremos irreconciliables, que nadie puede sentirse plenamente seguro cuando
intenta definir ese como monstruo proteico que parece rehacerse cada vez desde
el principio, pero con otra faz? Buscando la universalidad por una parte, se
muestra por otra indiferente hacia la diversidad; afirmando el imperio absoluto
de la razón discursiva, aparece enseguida envuelta en una suerte de halo
místico que invoca el valor supremo de la intuición; persigue por un lado la
construcción de la teoría para ceder de inmediato el paso a la búsqueda de la
virtud; se manifiesta abiertamente partidaria de la especulación para pasar
enseguida a apostar por la crítica; se resiste neciamente a dar algo por
supuesto para volver de inmediato sumergida en toda clase de suposiciones; se
afana en la consecución del puro saber para terminar obsedida por la salvación;
se identifica como una serie ordenada de proposiciones y prefiere después
definirse como una actitud humana... Casi se diría, mirándola desde afuera, que
en ella todo es tan incierto que cualquier cosa podría pasar como filosofía y
se haría imposible excluir ninguna palabra en nombre de alguna concepción
determinada.
Y sin embargo, hay algo que permite saber
cuándo hay propiamente una reflexión de genuino contenido filosófico, y cuándo
las palabras no pasan de ser vana charlatanería de feria. Independientemente de
la opción tomada por el filósofo y de la noción de filosofía que subyace en sus
palabras, siempre hay algo que permite reconocer el oro de buena ley, y ese
algo es el ajuste del discurso a sus propios principios. El filósofo, por
tanto, es aquel que, expresamente unas veces, tácitamente las más, establece
las reglas de su propio juego y se atiene a ellas. En rigor, no le importa que
para otros las reglas sean diferentes como diferentes son los objetivos: lo que
importa es lo que cada cual se propone como meta y el camino que se traza. Lo
demás solo es asunto de fidelidad. Fidelidad a sí mismo, desde luego, pero
también fidelidad a lo que se concibe como sabiduría. Por eso Lessing, en la
cumbre de la Ilustración
alemana, pudo decir estas imborrables palabras:
“Si Dios tuviese en su mano
derecha toda la Verdad
y en su mano izquierda el anhelo siempre despierto que la persigue, y
extendiéndome ambas manos me dijera: elige, me precipitaría decididamente a su
mano izquierda y le diría:
Dame este anhelo,
Padre; la Verdad
pura solo es para Ti”.
Lo cual, sin
metáfora alguna, significa que hacer filosofía es precisamente rehusar la
condición del sabio, para abrazar sin vacilación alguna la del buscador o amigo
del saber.
Estas son, en apretada exposición, algunas de
las ideas que me ha sugerido este breve y enjundioso libro del doctor Medardo
Mora, cuyo solo título es todo un programa: Filosofía de la vida o la vida
es una filosofía. Un programa que se va desplegando en las páginas
siguientes, una tras otra, al filo de un derrotero que se puede intuir desde el
principio, sin que por ello deje de tener la frescura de la novedad. Un
programa que comienza, como la de todo buen filosofar por una puesta en claro
del filósofo consigo mismo, con su propia vida; un esfuerzo por equilibrar en
las cuentas de la existencia el debe y el haber; un inventario de los recursos
disponibles, que no son otros que los de la inteligencia y la voluntad para
guiar el pensamiento y mantener el rumbo hacia una meta establecida. Un programa,
por lo tanto, que no por estar expresado en el sencillo lenguaje de quien se
declara vinculado a la vida y el sudor del trabajo campesino, deja de ser ese
prerrequisito de todo auténtico filosofar: la determinación de las propias
reglas, entre las cuales hay una que me llama poderosamente la atención, porque
consiste en una toma de partido a favor de una específica línea de pensamiento.
En efecto, el autor no ha vacilado en
declarar su simpatía por la filosofía estoica, sin que por ello haya de
entenderse que se hace cargo de todas las doctrinas de ese nombre. Sabemos, en
efecto, que tanto el estoicismo antiguo, el de Zenón de Citio, como el llamado
estoicismo medio, cuyas grandes figuras fueron Panecio y Posidonio, y aun como
el estoicismo nuevo, que fue el de Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, fueron
corrientes intelectuales que buscaron afanosamente hacer escuela y mantener la
tradición, como se ve en la conservación del propio nombre con el que pasaron a
la historia, y que en el principio no fue más que una forma de identificación
topográfica, puesto que Zenón y los suyos eran reconocidos por reunirse en una
de las puertas de Atenas, de donde derivaron su nombre. Por eso, por esa firme
voluntad de hacer escuela, es posible identificar las doctrinas estoicas
haciendo abstracción de las diferencias de época, y es posible además advertir
la magnitud de un proyecto intelectual que alcanzaba a la lógica, la física (o
doctrina sobre la naturaleza) y la ética. Nuestro filósofo, sin embargo, es
suficientemente consciente de su propio tiempo, y si acude a un pensamiento
desarrollado en los albores de la civilización occidental, sabe que no puede
esperar de él ninguna enseñanza sobre aquello que nuestro tiempo ya ha
trasladado al campo de la ciencia, y con éxitos incuestionables. Por eso lo que
Mora ha tomado de los estoicos no es la doctrina de la naturaleza ni la
doctrina del pensamiento: lo que ha tomado es la ética, cuyo fin no es el
placer, sino el ejercicio constante de la virtud.
El primer imperativo ético, de acuerdo a los
estoicos, consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza, esto es, conforme a
la razón, puesto que lo natural es para ellos racional. La felicidad consiste
en la aceptación del destino y en el combate contra las fuerzas de la pasión,
pues ellas solo producen intranquilidad. Resignarse al destino, sin embargo,
significa también aceptar la justicia, puesto que el mundo, en tanto racional,
es justo. El mal consiste en todo aquello que contradice a la razón del mundo:
por ello perturba e intranquiliza. No obstante, hay que recordar también que
los estoicos, pese a su llamado a la resignación ante el destino, supieron
desarrollar, dentro de sus propias reglas, una seria crítica social y política,
abogando por los ideales del cosmopolitismo, que es el que proporciona la
atmósfera necesaria para el sabio.
Declarándose partidario de estas doctrinas,
Mora ha compuesto, en el cuerpo mismo del libro, un verdadero catálogo de la
sabiduría estoica, expresada con sencillez, sin aspavientos. Usando el mismo
estilo aforístico cuyo mayor maestro en Occidente fue ese loco genial que se
llamaba Nietzsche, Mora ha hilvanado su saber de la vida, saber práctico como
no hay otro, y sus páginas hacen pensar en el sabio que va adelante, guiando al
viajero, levantando en la mano una luz para iluminar la noche.
Después de esto, ¿cómo no dar la razón a Hernán Malo y repetir con él
que sí existe una filosofía ecuatoriana? ¿Quién puede dudarlo después de
encontrar que a nuestro lado, con la sencillez que es propia del filósofo, vive
un maestro y comparte nuestros mismos afanes, pero buscando siempre la forma de
trasladarlos a un plano superior, más allá del trajinar cotidiano, para
inscribir la vida en el horizonte de la trascendencia? Suerte grande es la
nuestra de poder escuchar la voz del filósofo: para que ella suene, que calle
la mía, cuya función no ha sido otra que la de anunciarle.
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