martes, 21 de mayo de 2013

El prerrequisito de todo auténtico filosofar

Por Fernando Tinajero

Hace cosa de treinta años, al prologar un libro medular de Arturo Andrés Roig, el inolvidable Hernán Malo se preguntaba si existe o no una filosofía ecuatoriana, y advertía que cualquier pronunciamiento sobre este tema implica una toma de posición sobre la esencia misma de la filosofía. Por eso recordaba que, partiendo de una concepción más alemana que griega, José Rafael Bustamante y Benjamín Carrión habían escrito que el Ecuador es tierra sin filósofos, puesto que a lo largo de nuestra historia, si bien se han escrito algunos comentarios de carácter divulgativo, no existe ningún texto que haya presentado un pensamiento original sobre las cuestiones que se consideran verdaderamente filosóficas. En contra de esa radical opinión, Malo defendía que en la producción intelectual de los ecuatorianos existe una auténtica filosofía que no deja de serlo por no haber empleado el tradicional lenguaje de los filósofos europeos. Bien entendidas, las palabras de Malo significaban, en primer lugar, que es erróneo suponer que existen temas que sean “verdaderamente filosóficos”, puesto que no es el objeto del pensamiento lo que determina la autenticidad del filosofar, sino la actitud íntima y radical del sujeto filosofante; y, en segundo lugar, que la filosofía, como el ser de Aristóteles, tiene muchas maneras de llegar al brillo del aparecer.
Fernando Tinajero (+) cuando realizaba el análisis de la obra del Dr. Medardo Mora Filosofía de la vida o la vida es una filosofía. 

No solo por el afecto con que guardo la memoria de Hernán Malo (el cual sería razón insuficiente), sino por un largo trato con nuestra literatura, pienso que, efectivamente, hay una filosofía de los ecuatorianos, y que la hay sobre todos los temas, sean o no los que, desde la tradición del pensamiento europeo, suelen ser considerados “verdaderamente filosóficos”. Si, como el propio Heidegger decía, el poetizar es una superación de la metafísica, el Ecuador puede exhibir no menos de una veintena de grandes poetas-filósofos que, a la manera de los griegos primordiales, se plantearon su propia relación con la realidad del mundo y del conocimiento en la concisa y fascinante lengua de la imagen. Más aún, nadie podrá convencerme de que nuestros grandes narradores no han calado con hondura incuestionablemente filosófica en medulares cuestiones que atañen a aquello que está más allá de toda circunstancia y que, por lo mismo, implica lo más profundo y digno de ser preguntado.

¿Qué es entonces la filosofía y cómo es posible verificar su existencia en la producción intelectual de los ecuatorianos? ¿Cómo distinguir lo que es propiamente filosófico de lo que solo aparenta serlo, si a lo largo de todos los tiempos la filosofía se ha presentado bajo el signo de la contradicción, oscilando de tal modo entre extremos irreconciliables, que nadie puede sentirse plenamente seguro cuando intenta definir ese como monstruo proteico que parece rehacerse cada vez desde el principio, pero con otra faz? Buscando la universalidad por una parte, se muestra por otra indiferente hacia la diversidad; afirmando el imperio absoluto de la razón discursiva, aparece enseguida envuelta en una suerte de halo místico que invoca el valor supremo de la intuición; persigue por un lado la construcción de la teoría para ceder de inmediato el paso a la búsqueda de la virtud; se manifiesta abiertamente partidaria de la especulación para pasar enseguida a apostar por la crítica; se resiste neciamente a dar algo por supuesto para volver de inmediato sumergida en toda clase de suposiciones; se afana en la consecución del puro saber para terminar obsedida por la salvación; se identifica como una serie ordenada de proposiciones y prefiere después definirse como una actitud humana... Casi se diría, mirándola desde afuera, que en ella todo es tan incierto que cualquier cosa podría pasar como filosofía y se haría imposible excluir ninguna palabra en nombre de alguna concepción determinada.

Y sin embargo, hay algo que permite saber cuándo hay propiamente una reflexión de genuino contenido filosófico, y cuándo las palabras no pasan de ser vana charlatanería de feria. Independientemente de la opción tomada por el filósofo y de la noción de filosofía que subyace en sus palabras, siempre hay algo que permite reconocer el oro de buena ley, y ese algo es el ajuste del discurso a sus propios principios. El filósofo, por tanto, es aquel que, expresamente unas veces, tácitamente las más, establece las reglas de su propio juego y se atiene a ellas. En rigor, no le importa que para otros las reglas sean diferentes como diferentes son los objetivos: lo que importa es lo que cada cual se propone como meta y el camino que se traza. Lo demás solo es asunto de fidelidad. Fidelidad a sí mismo, desde luego, pero también fidelidad a lo que se concibe como sabiduría. Por eso Lessing, en la cumbre de la Ilustración alemana, pudo decir estas imborrables palabras:
“Si Dios tuviese en su mano derecha toda la Verdad y en su mano izquierda el anhelo siempre despierto que la persigue, y extendiéndome ambas manos me dijera: elige, me precipitaría decididamente a su mano izquierda y le diría:
Dame este anhelo, Padre; la Verdad pura solo es para Ti”.
Lo cual, sin metáfora alguna, significa que hacer filosofía es precisamente rehusar la condición del sabio, para abrazar sin vacilación alguna la del buscador o amigo del saber.

Estas son, en apretada exposición, algunas de las ideas que me ha sugerido este breve y enjundioso libro del doctor Medardo Mora, cuyo solo título es todo un programa: Filosofía de la vida o la vida es una filosofía. Un programa que se va desplegando en las páginas siguientes, una tras otra, al filo de un derrotero que se puede intuir desde el principio, sin que por ello deje de tener la frescura de la novedad. Un programa que comienza, como la de todo buen filosofar por una puesta en claro del filósofo consigo mismo, con su propia vida; un esfuerzo por equilibrar en las cuentas de la existencia el debe y el haber; un inventario de los recursos disponibles, que no son otros que los de la inteligencia y la voluntad para guiar el pensamiento y mantener el rumbo hacia una meta establecida. Un programa, por lo tanto, que no por estar expresado en el sencillo lenguaje de quien se declara vinculado a la vida y el sudor del trabajo campesino, deja de ser ese prerrequisito de todo auténtico filosofar: la determinación de las propias reglas, entre las cuales hay una que me llama poderosamente la atención, porque consiste en una toma de partido a favor de una específica línea de pensamiento.

En efecto, el autor no ha vacilado en declarar su simpatía por la filosofía estoica, sin que por ello haya de entenderse que se hace cargo de todas las doctrinas de ese nombre. Sabemos, en efecto, que tanto el estoicismo antiguo, el de Zenón de Citio, como el llamado estoicismo medio, cuyas grandes figuras fueron Panecio y Posidonio, y aun como el estoicismo nuevo, que fue el de Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, fueron corrientes intelectuales que buscaron afanosamente hacer escuela y mantener la tradición, como se ve en la conservación del propio nombre con el que pasaron a la historia, y que en el principio no fue más que una forma de identificación topográfica, puesto que Zenón y los suyos eran reconocidos por reunirse en una de las puertas de Atenas, de donde derivaron su nombre. Por eso, por esa firme voluntad de hacer escuela, es posible identificar las doctrinas estoicas haciendo abstracción de las diferencias de época, y es posible además advertir la magnitud de un proyecto intelectual que alcanzaba a la lógica, la física (o doctrina sobre la naturaleza) y la ética. Nuestro filósofo, sin embargo, es suficientemente consciente de su propio tiempo, y si acude a un pensamiento desarrollado en los albores de la civilización occidental, sabe que no puede esperar de él ninguna enseñanza sobre aquello que nuestro tiempo ya ha trasladado al campo de la ciencia, y con éxitos incuestionables. Por eso lo que Mora ha tomado de los estoicos no es la doctrina de la naturaleza ni la doctrina del pensamiento: lo que ha tomado es la ética, cuyo fin no es el placer, sino el ejercicio constante de la virtud.

El primer imperativo ético, de acuerdo a los estoicos, consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza, esto es, conforme a la razón, puesto que lo natural es para ellos racional. La felicidad consiste en la aceptación del destino y en el combate contra las fuerzas de la pasión, pues ellas solo producen intranquilidad. Resignarse al destino, sin embargo, significa también aceptar la justicia, puesto que el mundo, en tanto racional, es justo. El mal consiste en todo aquello que contradice a la razón del mundo: por ello perturba e intranquiliza. No obstante, hay que recordar también que los estoicos, pese a su llamado a la resignación ante el destino, supieron desarrollar, dentro de sus propias reglas, una seria crítica social y política, abogando por los ideales del cosmopolitismo, que es el que proporciona la atmósfera necesaria para el sabio.
Declarándose partidario de estas doctrinas, Mora ha compuesto, en el cuerpo mismo del libro, un verdadero catálogo de la sabiduría estoica, expresada con sencillez, sin aspavientos. Usando el mismo estilo aforístico cuyo mayor maestro en Occidente fue ese loco genial que se llamaba Nietzsche, Mora ha hilvanado su saber de la vida, saber práctico como no hay otro, y sus páginas hacen pensar en el sabio que va adelante, guiando al viajero, levantando en la mano una luz para iluminar la noche.

Después de esto, ¿cómo no dar la razón a Hernán Malo y repetir con él que sí existe una filosofía ecuatoriana? ¿Quién puede dudarlo después de encontrar que a nuestro lado, con la sencillez que es propia del filósofo, vive un maestro y comparte nuestros mismos afanes, pero buscando siempre la forma de trasladarlos a un plano superior, más allá del trajinar cotidiano, para inscribir la vida en el horizonte de la trascendencia? Suerte grande es la nuestra de poder escuchar la voz del filósofo: para que ella suene, que calle la mía, cuya función no ha sido otra que la de anunciarle.

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