miércoles, 20 de marzo de 2013

Historias y hechos entrelazados en el “Códice del General”


(Fragmento del libro escrito por Gino Martini Robles)
     
– ¡Ya no soy yo!,  escribe el General Eloy Alfaro, presagiando que en la orilla de su vida  ya no hay verdades para él, dejando entre líneas lo que se atesora detrás de la muerte.  Le parece que su existencia ha sido como una interminable novela en la que se tejen historias y hechos profusamente entrelazados. Va sintiendo que ya se ha evaporado el sentido corporal y metafísico.  Tal vez su destino se le revele con el viento que impulsan las velas de la muerte.
 
            Otra noche de insomnio, con horas lentas y la sensación humillante de impotencia y extravío total se hacían presentes. Sintiéndose imposibilitado, experimentó una sensación de debilidad en las piernas que habían comenzado a traicionarle, parecían estar a punto de sublevársele. Agobiado, tambaleó y se sentó dejándose caer en una mecedora al lado del ventanal. Abrió la ventana buscando ayuda del exterior, mientras respiraba profundamente, escudriñando en la oscuridad de la noche, tal si leyera en las tinieblas con más nitidez que en la inequívoca luz del día. 

–¡Señor, señor!– Articula aquellas palabras de manera inconexa para él mismo, suspirando largamente.  Al encender un habano descubre que las manos le tiemblan, se encontraba en sesenta y nueve años de edad.  Su caminar se había acompasado y la capacidad de trabajo había disminuido considerablemente. Las últimas madrugadas de insomnios, le han marcado el rostro con maléficos presentimientos,  la siesta tradicional era más prolongada, acompañada de largas somnolencias  y  periodos  de letargo.  Durante el día se ayudaba sucesivamente con café y cigarros para combatir la fatiga, la melancolía y el dolor de cabeza.  Vivía de recuerdos.  Ya no era el de años anteriores.
Mar Abierto ya ultima detalles de lo que será el lanzamiento del libro "Códice del General", que será en abril próximo.
 Eloy Alfaro había retornado a Panamá  –una vez más en el exilio-. Recordaba.  Apenas habían transcurrido unos meses, cuando escuchó de un sirviente en el salón de su casa: -Ha llegado un mensaje-. –¿Qué mensaje? Preguntó. –Yo no quiero más mensajes-. Expresó tercamente sintiendo desazón, inquietud y hasta duda ante todos.  

Poco tiempo había transitado, desde el día en que recibió sendos despachos telegráficos en los que se lo urgía a retornar: -General, la Patria os espera. Retorne a su hogar–.  -¿Será mi hogar el Ecuador?-  Se interroga. -En el Ecuador, para ti, no existe más hogar que el exilio-. Le expresa doña Anita, por la experiencia de lo vivido. -Heroísmos sin gloria y martirios sin recompensa, es lo que esperan a tu vuelta-. Sentencia ella, prolongando su admonición. – ¡Hallarse sin patria, es equivalente a existir sin dignidad! Responde él,  mirándola con inmenso cariño. 

 Pero su esposa esta vez no se silencia. Íntimamente sabe que toda una vida de lucha contra los desgobiernos,  a los que se sometió su esposo, apenas le han dejado una brizna de aliento.  Lo justo para poder decir que está vivo. -Qué puede dar un hombre, que ya lo ha entregado todo. Qué puede hacer si sus fuerzas ya están extinguidas-. Lo exterioriza ella, haciendo mucho énfasis y  mientras  enlaza las últimas palabras, el General vuelve a sus antiguos pensamientos, vislumbrando cuánta era su impotencia –sintiéndome golpeado a mansalva por la vida, yo estaba al corriente que las cosas y los acontecimientos tienen una lógica propia e inexorable–. Apunta, acongojado por las calamidades del cuerpo y el tormento moral. 

 Eloy Alfaro estaba al tanto que el curso de los sucesos en la vida no depende de nosotros, que de nuestros actos cotidianos nunca podremos imaginar las consecuencias absolutamente inversas que se derivan. La forma en que los soportemos, obedece en buena medida a nosotros mismos. Así que es allí en donde hay que invertir fuerzas.
 
    En Guayaquil a finales de mil novecientos once, un diciembre extraordinariamente caluroso, aceleró el curso de los hechos y provocó la crisis.  Las señales y los rumores se multiplicaban, anunciando la posibilidad de una guerra civil en el Ecuador. Ante aquellas noticias que le llegaban al Istmo, el General advierte un leve e imperceptible mareo, como un varón que conoce los sacrificios que lo aguardan, ha sido sometido otras veces a ellos. Pero en esta ocasión, un sentimiento de temor y saciedad lo asaltan. –Al mismo tiempo yo siento la mezquina esperanza, de que al final las cosas acabarán bien.  También esta vez.   ¡Una vez más¡- Presiente.  

 El general Pedro J. Montero fue uno de los últimos en enviarle un mensaje enterándolo de sus actuales movimientos. Eloy Alfaro se sorprende al saber que Montero, considerado un valeroso revolucionario y a quien a pesar de las intrigas nunca dejó de otorgarle su confianza, le comunica que la plaza de Guayaquil está a punto de caer en su poder.
 
 En el umbral de su séptimo decenio de vida, siente que aún no debe reservarse y, una vez más,  prepara la repatriación. Lo hace convencido de su obligación de hombre de bien, que no debe cruzarse de brazos. –No es ni siquiera una necesidad de la guerra-. Asegura. –Es una cuestión de honor-. Ahora su partida es inminente. –La  próxima  semana retornamos  al  Ecuador-. Anuncia categórico a su esposa. Doña Anita, mujer muy culta y paciente, disimula su disgusto. -Cuánta legitimidad encierras en tu corazón. Qué tienen tus razones que mi razón no entiende-. Reflexiona. -Yo te sigo Eloy-.  Termina diciéndole. 

 El General le había jurado que no volvería a ocuparse de asuntos políticos, ni siquiera  hablar de ellos. Pero eran juramentos de marinero y bastó el primer mensaje de uno de sus lugartenientes, para sentirse en aquel momento el mismo de siempre.  Todo volvía a empezar como años atrás, en 1883, 1895 o 1906.  Todo acontecía de la misma manera. 

 Las noticias que recibió en los últimos días señalaban que todo se había vuelto a poner en marcha. Alfaro se sentía personalmente afectado y amenazado, considerando que era una desgracia lo que estaba ocurriendo en el Ecuador. 

 Tomaron la motonave que debía trasladarlos desde el Istmo hasta Guayaquil.  Habían recorrido en innumerables ocasiones aquella ruta, se la conocían de memoria. –No sabría decir en cuántas ocasiones, en el transcurso de mis años de lucha, he surcado estas aguas. Recuerda.  Pero siempre le resultaba más doloroso el camino al desarraigo, tan penoso como si le infligieran una tortura.  –A veces soñaba que trasponía la misma travesía y me atormentaba en los sueños, como si estuviera cabalgando con una escolta fantasma, entre dos columnas de amenazas y asechanzas hacia un poder, que me era inaccesible-.  

 Habiendo arribado a Guayaquil el 5 de enero de mil novecientos doce, sus primeras acciones se encaminan a contener a los bandos, entre los que se habían desatado odios inveterados e intestinas luchas políticas.  Regresa para volver a ser como en tantas otras ocasiones, un árbitro entre las facciones que luchan por arrogarse el poder, entre los que se encuentran algunos de sus parientes directos, como su sobrino Flavio.  Las divisiones internas del partido, establecían la actual situación.

El General no ha desembarcado del todo, cuando advierte con frases que muy a menudo había proclamado. –Los interesados se equivocan, que sepan de una buena vez que yo a nadie engaño, aunque algunos se engañan conmigo. He vuelto para sofocar el fuego y estar atento para castigar a quien pretenda avivarlo. Ya sé que algunos creen que me estoy muriendo y, anticipadamente se están disputando mis ropas, pero no se imaginan que el muerto se les pueda levantar en cualquier momento-.

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