jueves, 12 de abril de 2012

Sonidos en la noche



El doctor Julio Cevallos Murillo, distinguido docente y jurisconsulto manabita, pone a sus palabras un vestuario de época para recrear los tiempos pasados que fueron mejores. Publicará en editorial Mar Abierto sus textos, viñetas superpicantes. Buen provecho.



Sonidos en la noche


A Marwin Mieles


La ciudad capital era un conglomerado de no más allá de 30.000 habitantes, en el corazón de la urbe se destacaba un majestuoso parque que transmitía vigor de esperanza a quienes lo hollábamos en sus festividades octubrinas, convirtiéndolo en un ícono.

Como capital de la provincia gozaba de un merecido prestigio cultural, era una estancia donde se hacían talleres de cultura. Alrededor del parque, en las casas que daban frente al mismo, se oía noche a noche, el teclado chisporroteante y de arrebol de los pianos importados de Europa.

La gente de prestigio vestía con rigor a pesar de la canícula que se había posado en sus contornos, llevaban ternos ceñidos al cuerpo, corbata de lazo, chaleco y sombrero duro, los contertulios que se dedicaban a actividades literarias nocturnas, se alumbraban a través de mecheros mojados de kerosene. Para ese entonces era escuálida la existencia de carros motorizados y la manera de movilizarse, era a través de acémilas; por tanto, la ciudad estaba poblada en un buen número de jumentos.

Fabricio Cobeña era un distinguido caballero de la ciudad capital, había recibido una esmerada y privilegiada cultura, era virtuoso frente al pentagrama, dominaba la historia y la geografía, leía en francés, y por sus dotes intelectuales, había abrazado la carrera de educador de segunda enseñanza. Solterón empedernido, era el promotor y artífice de juegos florales, arreglos de escenarios para coronar reinas de la belleza, diseñador de pasamanos de escaleras en casas residenciales de la alta alcurnia de la provincia, bajo la alquimia de su refinado gusto, era el portaestandarte de los jardines colgantes de Babilonia.

No era maricón, propiamente dicho; solamente lo traicionaba la cintura para abajo.

La capital se aprestaba a celebrar sus fiestas octubrinas en el Jardín “El Recreo”, lugar de reunión de lo más selecto de la provincia. En este lugar paradisíaco y bucólico, los 17 de Octubre se elegía a la Reina de los manabitas, en donde Fabricio Cobeña hacía los arreglos del proscenio, que año a año exigía el cambio de cortinaje. Sus amantes furtivos estaban plenamente convencidos que para concurrir a la fiesta, previamente tenían que cumplir con su deber. La cita - como era natural- la habían concertado debajo de la casa, a las 10 de la noche. Vivía con su madre, en una casa mixta de piso bajo y piso alto, cercado de caña guadua, y su patio estaba de latillas cubierto.

Los machucantes se habían dado cita puntualmente en el lugar convenido. La noche era totalmente oscura y la ciudad ya había dado su primer bostezo. La madre de Fabricio Cobeña se aprestaba a dormir, cuando un chulo, en lo sombrío, chocó con un madero que provocó un estrepitoso ruido. La señora madre que aún no se encontraba dormida, lo advirtió de la presencia de extraños sonidos debajo de la casa; y, esta le dice:

-Ladrones, ladrones,Fabricio-.
-Son burros mamá, son burros-, contestó Fabricio.

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