Cuento
Por Ubaldo Gil
Los periódicos de la ciudad
hablan de mí hasta el cansancio. Tontos, no pueden comprender, conjeturan y de
ahí descienden a ideas miserables. Uno, que se refiere a mi historia en varios
artículos que hablan de tiempos con hechos imprevisibles, de seres
extraterrestres y de visiones apocalípticas, termina, en el fondo, alabándome.
Otro, cansado del asunto, dice que el tema es indigno de una noticia. No hacen
más que alejarse de la verdad. Sería en vano mencionar todas las publicaciones
porque se aproximan a un libro y no estoy de acuerdo en atiborrar de basura las
bibliotecas. Es suficiente con estas líneas. Muchos creen haberme visto
desaparecer bajo la tierra o esconderme en el mar. Insolentes. Nadie, excepto
ella, ha visto mi cuerpo (pero no en su estado original); nadie, excepto ella,
ha escuchado mi voz. Y todo por una maldita coincidencia… A partir de nuestro
encuentro han deformado incidentes de mi vida. Ella es la culpable de eso y tal
vez de mucho más. Estamos en tiempos de casualidades. Alguien me empujó y caí
en la terraza del templo que pasó a ser mi morada, me levanté, al frente la
ciudad gris y más allá la inmensa sábana azul.
Caminé horas en las habitaciones
y los subterráneos pero ninguna presencia. Solo yo, repetido incesantemente.
Bajé el largo sendero que conduce a una carretera y de allí fui a dar a una
gran urbe. A la semana aprendí todo, menos a relacionarme con la gente. Opté
por caminar alejado, evitando tropezarme con las personas. Por eso prefería salir
en las noches, nadaba largamente y subía a descansar en la estrella más
próxima; a veces, el alba me sorprendía mirando la esfera terrestre. Los siglos
o los años me crearon pavor a la soledad. Mi cara, reflejada en la paredes, se
fue volviendo huraña y decidí intentar un breve contacto con los hombres.
Para
ello, los brazos que moldearon las curvas de algunas montañas, el cuerpo
desnudo durante mucho tiempo, todas mis arterias, tuvieron que acostumbrarse a
la vestimenta común. Al principio en los lugares donde va gente, permanecía
callado, mirando mis zapatos de charol o mi camisa de colores. Una que otra vez
intenté hablar con alguien pero podía más mi orgullo.
Con los días, como para
divertirme, salía a caminar por las calles. En los lugares apartados me dejaba
ver y algunos huían despavoridos, otros se arrodillaban suplicando al cielo, ¿A
quién implorarán? Salvajes. Aquí estoy. Fue en una de esas andanzas –caminaba
por un barrio bajo– cuando desde el portal de una casa, una mujer se me
abalanzó. Traté de librarme de ella. Por qué nos dejaste, Putuleón, habla. El
menor de los muchachos murió hace unos días. No comemos más que sancochos de
plátano. Entra, entra... Descender de Dios a un ciudadano cualquiera es algo
que no estaba previsto, por eso, pienso seriamente en lo que voy a hacer: me
escondo para siempre en el templo o abandono las ventajas que tenemos los
dioses y vivo como el otro Putuleón. Aquel culpable que probablemente ha
muerto, o anda vagando, dejándome, junto a su pasado, una mujer y diez hijos.
Tomado de la revista Rocinante de
la edición # 64 correspondiente a
Febrero del 2014, ya en circulación, y
que en sus páginas da un homenaje a Ubaldo Gil (+), fundador de Mar Abierto.
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