miércoles, 26 de febrero de 2014

PUTULEÓN




Cuento
Por Ubaldo Gil

Los periódicos de la ciudad hablan de mí hasta el cansancio. Tontos, no pueden comprender, conjeturan y de ahí descienden a ideas miserables. Uno, que se refiere a mi historia en varios artículos que hablan de tiempos con hechos imprevisibles, de seres extraterrestres y de visiones apocalípticas, termina, en el fondo, alabándome. Otro, cansado del asunto, dice que el tema es indigno de una noticia. No hacen más que alejarse de la verdad. Sería en vano mencionar todas las publicaciones porque se aproximan a un libro y no estoy de acuerdo en atiborrar de basura las bibliotecas. Es suficiente con estas líneas. Muchos creen haberme visto desaparecer bajo la tierra o esconderme en el mar. Insolentes. Nadie, excepto ella, ha visto mi cuerpo (pero no en su estado original); nadie, excepto ella, ha escuchado mi voz. Y todo por una maldita coincidencia… A partir de nuestro encuentro han deformado incidentes de mi vida. Ella es la culpable de eso y tal vez de mucho más. Estamos en tiempos de casualidades. Alguien me empujó y caí en la terraza del templo que pasó a ser mi morada, me levanté, al frente la ciudad gris y más allá la inmensa sábana azul. 

Caminé horas en las habitaciones y los subterráneos pero ninguna presencia. Solo yo, repetido incesantemente. Bajé el largo sendero que conduce a una carretera y de allí fui a dar a una gran urbe. A la semana aprendí todo, menos a relacionarme con la gente. Opté por caminar alejado, evitando tropezarme con las personas. Por eso prefería salir en las noches, nadaba largamente y subía a descansar en la estrella más próxima; a veces, el alba me sorprendía mirando la esfera terrestre. Los siglos o los años me crearon pavor a la soledad. Mi cara, reflejada en la paredes, se fue volviendo huraña y decidí intentar un breve contacto con los hombres.

 Para ello, los brazos que moldearon las curvas de algunas montañas, el cuerpo desnudo durante mucho tiempo, todas mis arterias, tuvieron que acostumbrarse a la vestimenta común. Al principio en los lugares donde va gente, permanecía callado, mirando mis zapatos de charol o mi camisa de colores. Una que otra vez intenté hablar con alguien pero podía más mi orgullo.

Con los días, como para divertirme, salía a caminar por las calles. En los lugares apartados me dejaba ver y algunos huían despavoridos, otros se arrodillaban suplicando al cielo, ¿A quién implorarán? Salvajes. Aquí estoy. Fue en una de esas andanzas –caminaba por un barrio bajo– cuando desde el portal de una casa, una mujer se me abalanzó. Traté de librarme de ella. Por qué nos dejaste, Putuleón, habla. El menor de los muchachos murió hace unos días. No comemos más que sancochos de plátano. Entra, entra... Descender de Dios a un ciudadano cualquiera es algo que no estaba previsto, por eso, pienso seriamente en lo que voy a hacer: me escondo para siempre en el templo o abandono las ventajas que tenemos los dioses y vivo como el otro Putuleón. Aquel culpable que probablemente ha muerto, o anda vagando, dejándome, junto a su pasado, una mujer y diez hijos.

Tomado de la revista Rocinante de la edición # 64  correspondiente a Febrero del 2014,  ya en circulación, y que en sus páginas da un homenaje a Ubaldo Gil (+), fundador de Mar Abierto.

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