jueves, 23 de enero de 2014

La papaya de los diabéticos: un epílogo nada épico



Por Juan Fernando Andrade*

Si un hombre que sobrevivió a 17 puñaladas te pide que escribas un epílogo para un libro autobiográfico llamado El príncipe de los canallas no tienes para dónde correr. Tienes que hacerlo por tu propio bien.

Una tarde recibí una llamada de un número desconocido. Al otro lado una voz que hablaba a gritos y con acento costeño me dijo “Fuan Fernando, soy el poeta Pedro Gil, de Manta”. Al menos no mentía sobre su lugar de origen, solo en Manabí de mis quimeras decimos Fuan en vez de Juan. Me dijo que sabía que yo vivía en Quito, que me había leído, que yo escribía bacán1, luego me pidió que lo entrevistara “para una de esas revistas en las que tú escribes”. Evidentemente estaba loco. Le dije de la manera más amable posible que el proceso suele darse al revés, es el medio o el periodista el que busca al entrevistado, sabiendo que mentía le prometí discutir el tema con mis editores para “ver qué podemos hacer”. “Ah, ya” me dijo, “no hay problema, yo voy a estar aquí en Quito unos seis meses. Ahí me avisas cualquier cosa, estoy interno en el psiquiátrico Sagrado Corazón.”

Pedro Gil estaba loco, pero loco de verdad. Todo cambió tras esa revelación. El morbo se activó dentro de mí y le dije que lo llamaría en cuestión de días para cuadrar una visita, puede que incluso le haya dicho que los manabitas tenemos que estar unidos en la desgracia o alguna patraña por el estilo. Le mandé un gran abrazo antes de colgar y volví a mis asuntos, pero ya nada era tan importante como conocer al poeta loco encerrado en el psiquiátrico.
 
Pronto en circulación.
Por esos días yo estaba trabajando en un libro de turismo alternativo sobre Quito y había pasado varios meses buscando lo más freak de la Capital, pero eso no quiere decir que estaba preparado para lo que vería. Llegué al Instituto Psiquiátrico Sagrado Corazón un día por la tarde en horas de visita. Cumplí con identificarme en la recepción y enseguida llamaron a Pedro Gil para que viniera a recogerme: él no podía salir pero tenía que hacerme entrar. Nunca lo había visto y sospecho que él tampoco a mí, a lo mucho, quizás, habría visto una foto mía en una de esas revistas en las que trabajo pero esas fotos siempre, siempre, están desactualizadas. Igual nos abrazamos como dos buenos y viejos amigos que se reúnen después de no haberse visto durante años. O puede que el abrazo haya sido el de dos extraños que nunca se han visto, pero que se conocen.

El poeta Pedro Gil de Manta me condujo por el Sagrado Corazón sin muchos ánimos de guía turístico. Caminamos por entre los jardines del patio buscando un rincón más bien alejado: de uno de los pabellones salían gritos histéricos y desesperados.

“¿Qué pasa?”, le pregunté a Pedro tratando de identificar el origen del escándalo. “Estos locos hijueputas se robaron la papaya de los diabéticos”, me dijo. “¿Qué?” Resulta que los pacientes diabéticos tenían frutas reservadas exclusivamente para ellos y alguno de sus colegas, quizás el mismo Pedro Gil, los había desfalcado sin dejar rastro ni de su presencia ni de la fruta y ahora los pobres andaban buscando al culpable, rastreándolo con desgarradores y mocosos aullidos. Durante ese primer encuentro el poeta estaba preocupado por un asunto en particular, “Cuando estás rodeado de locos empiezas a pensar que capaz tú también estás loco”.

Horas más tarde llegaron la novia de Pedro y otro amigo poeta o aspirante a poeta o profesor de poesía, y nos sentamos en el césped a comer las mandarinas que ella había traído, escondidos de los otros pacientes que, según Pedro, nos rodearían como zombis hambrientos y no nos dejarían comer en paz: nos cuidábamos, sobre todo, de la hipoglicémica sed de venganza de los diabéticos. Entre todos la conversación fue más relajada, de todo y de nada, y cuando nos despedimos Pedro me regaló un ejemplar autografiado de 17 puñaladas no son nada, la antología que reúne su poesía escrita entre 1989 y 2010, y unos cuantos relatos a manera de adelanto de un libro titulado El príncipe de los canallas, que en teoría saldría en los próximos meses. Han pasado tres años. Pedro Gil se ha hecho esperar. Peor que pelada, compadre.

Leí 17 puñaladas… de un tirón esa misma noche. Pocas veces he subrayado tanto un libro. Pocas veces he escrito tanto a los márgenes de un libro. Pocas veces me he reído tanto con un libro. Pocas veces me he asustado tanto con un libro. No soy un gran lector de poesía, aunque creo que cantar decenas y decenas de canciones de rock de memoria significa lo mismo o incluso más que recitar poemas de memoria. Por eso aquellas diecisiete puñaladas, que Pedro recibió un día allá barrio adentro y de las que se salvó porque los giles eran los otros, que le hicieron casi todas las heridas en la pierna de la que ahora cojea, en mí también dejaron cicatrices: unas marcas de orgullo por las páginas leídas y unas ganas de salir corriendo y regalarle esas páginas a la gente que me importa, a los que quiero de verdad.
Desde entonces, cada vez que puedo conseguir o comprar o robar ejemplares de ese libro me lo llevo a casa, esperando a los que serán bendecidos por el poeta maldito, si me perdonan la expresión.

Voy a citar unos versos de Pedro porque no me aguanto las ganas y también porque en ellos, entre ellos, descubrí que Pedro Gil está absolutamente convencido de que es un poeta y no me extrañaría que ese título aún en trámite de residencia y falto de registro sanitario sea la única razón por la que, contra todo lo que podrían pronosticar la ciencia y la Internet, desafiando la voluntad del destino y sus esperanzas más ingenuas, Pedro sigue con vida.2

…he recibido bravos, hurras y aplausos
por sudar y escribir El Poema
gracias, muchas gracias
amigos parias
amigos con carros
muy amables amigos académicos
aquí tengo mi talento
El Poema
el que salí a buscar
desde la entrepierna de mi madre
¿qué hago con él? ¿se los doy? ¿lo quieren?
¿me lo como? ¿qué hago?...

Cuando leí eso por primera vez quedé medio traumado. La soberbia con la que Pedro asegura haber escrito El Poema me lleva por delante, me atropella, me supera por completo hasta el día de hoy. Si su carrera se redujera únicamente a esa docena de líneas3, a una velada formal convocada durante una noche de tormenta y camotillos voladores en la playa de Tarqui, al poeta Pedro Gil vestido de esmoquin de la cintura para arriba y desnudo de la cintura para abajo, con los pies descalzos pero muy juntos al borde de un escenario imaginario, pronunciando El Poema frente a un también imaginario auditorio copado por gente emperifollada y perfumada que lo observa con atención desde la comodidad de sus mulas de carga, si a esa pregunta milenaria que plantea El poema el público respondiera, sí, cómetelo, y el poeta hiciera de El Poema una bola de papel amasándolo con las manos y se lo tragara y entonces la concurrencia empezara a golpear a las bestias hasta verlas morir, entonces, sí, quizás ese poema sería El Poema y no habría la necesidad de que Pedro volviera a escribir.

El Poema ¿Quién se cree que es? Lo he pensado muchas veces. También he pensado en la importancia de creer, de creértela. Creer que eres quien siempre quisiste ser, quien fuiste por un segundo y dejaste de ser para toda la vida, quien ya no volverá, quien nunca se ha ido. Creer es ser. Creer, estar convencido, estar realmente convencido, es parte del trabajo y quién sabe capaz sea o tenga que ser prerrequisito para el oficio de poeta.
 
Pedro Gil.
Primero decides ser uno, te la crees, luego vives como uno y finalmente, si sobrevives a la parodia del artista, te conviertes en uno. Tus oraciones se alinean con tu ritmo cardiaco y sucede la conversión definitiva. Luego de un sueño intranquilo sobreviene la metamorfosis irreversible. Esa mutación radioactiva, de la que se vuelve armado con el mítico látigo que solo sirve para auto flagelarse, sucede al final, años o incluso siglos después de que un hombre, probablemente un niño que aún se cree más salvaje que el mundo que lo espera, impulsado por la certeza torpe de su joven inmortalidad, tomó la decisión de ser poeta.

Más tarde, esa misma noche, leí los primeros cuentos de El príncipe de los canallas. A los pocos párrafos una frase se levantó de entre las líneas, se paró sobre mi pecho y me pareció gigante: “me senté a la mesa y pedí una botella de Caña Manabita, al quinto vasito ya me estaba trepando en el carrusel del qué chucha”. Dicen que el trabajo de un poeta es hacer que el mundo entre en una frase, pues ahí está: toma tu mundo y toma tu frase.

Todos los que hemos trepado a ese carrusel y hemos tenido la fortuna de poder bajarnos para, claro, volver a subir, sabemos que lo que Pedro metió en esa frase, todo lo que el poeta hizo caber dentro de una carcajada de liberación y arrepentimiento, es verdad. Y pocas cosas hay tan temibles como la verdad.

En un episodio de Los Soprano, la psicóloga de Tony, el Capo di tutti capi, reconoce que tratar al paciente más famoso y peligroso de su carrera, por el que ha tenido que esconderse y recibir a sus otros pacientes en un motel de carretera, la excita y se ha convertido en una necesidad cuando no en una adicción.

Ella, la doctora Jennifer Melfi, respondiendo a su propio psicólogo cuando le pregunta: por qué nos gustan las montañas rusas, las películas de terror y las cintas de mafiosos, responde con sabiduría: porque nos permiten correr el riesgo sin asumir las consecuencias. Algo así pasa con los cuentos de El Príncipe de los canallas, nos permiten ser parte de algo de lo que nunca seremos parte porque mal que mal, somos gente decente y le tenemos miedo a la muerte.

No voy a repasar cuento por cuento, eso ya lo hizo muy bien el compañero prologuista y además este es un epílogo, hello, se supone que si llegaron hasta aquí es porque ya leyeron
los cuentos y corrieron el riesgo sin asumir las consecuencias (ya pues, no sean vagos, lean el puto libro que no solo es corto sino que posee una virtud muy pocas veces vista en otros libros: no se anda con huevadas4). Prefería decirles que se trata, claramente, de la obra de un poeta que no ha tenido más remedio que ordenar sus versos en párrafos de supuesta prosa, quizás porque de verdad pretendió escribir cuentos o porque quería cobrar el adelanto por derechos de autor lo antes posible o tal vez porque ya se gastó el millonario adelanto y ahora tiene que escribir, sí o sí, antes de que le quiebren las piernas, otra vez. No importa, Pedro Gil tendrá sus razones y, como dije antes, no hay que enfadar a un tipo que recibió diecisiete puñaladas y vivió para contarlas.

Decía que es el trabajo de un poeta porque ciertos momentos de los cuentos, ciertos planos, ciertas líneas, podrían inmortalizarse como un haiku japonés impreso en la espalda del kimono de un luchador de sumo o como un grafiti soplado al apuro por un hiphopero que huye de la policía con su pequeña hija en brazos. Me refiero a frases como esta: …las heridas son las huellas del escape. Se le cruzó una cerca de púas. O esta: Literatura light, películas light y el mundo es una fauna de lobos rapaces, tiburones pedófilos. O esta: doce años sí es algo cuando se tiene callos en la mano. Iba a decir callos en el alma. Grandísimo farsante. Callos en la mano se tiene cuando te haces la paja cuatro, cinco, seis veces al día, espero verlas en los muros de Facebook de los que pasen por estas páginas.

Las frases de Pedro, algunas frases, valen más que las fotos de sus perros o la ecografía de su futuro hijo. La próxima vez que tengan la tentación de retratar a una mujer a la que juraron amar en las buenas y en las malas justo después de que la pobre ha luchado durante cuarenta horas para sacar de su entrepierna una criatura de ocho libras, así como hizo la madre del poeta para que él pudiera salir a buscar El Poema, respiren, cuenten hasta diez, busquen este libro y publiquen mejor una de las frases que han subrayado. Rápido, antes que Facebook cambie su política de privacidad otra vez.

Ahora voy a decirles algo en serio y me gustaría que presten atención porque es lo único serio que voy a decir. Los cuentos de El príncipe de los canallas destruyen la moral travestida de moraleja, exhiben las vergüenzas propias y ajenas y acaban con la compasión que los narradores sienten por sus personajes y por ellos mismos. Cuando este libro tiene que escoger entre su vida y la de los demás, no lo piensa ni por un segundo: ustedes están muertos antes de poder voltear la página. Estos cuentos dejan muchas veces de ser cuentos, mejor dicho, casi nunca lo son.

Tienen el tono intestino del espejo retrovisor, lo que no significa que todo lo que el autor ha puesto en ellos sea cierto sino algo mucho más importante: significa que parece cierto, que uno baja el libro, mira por la ventana y jura que está viendo eso que acaba de leer. El libro tiene las líneas contadas como los días de sus víctimas; entre sus comas se ven las malas costumbres del poeta, que a ratos sacrifica la estabilidad emocional de un párrafo y lo deja arder hasta las cenizas como una casa en llamas para preservar intactos los quilates de una frase iluminada. Hay momentos en que quisiéramos leer más para saber mucho más, seguir con el personaje y no llegar a una puerta cerrada en forma de punto final que nos revienta la trompa. Pero el autor sabe que debe cuidarse las espaldas como un prófugo y su lenguaje calculado es su mejor arma. El Príncipe de los canallas podría ser un suplemento de crónica roja si los redactores, antes de salir a levantar testimonios y entrevistar policías para reconstruir la escena, pasaran una eternidad leyendo literatura y otra peleando con cuchillos en la cantina de un pueblo de carretera. Y algo más.

De todo ese horror, de la crudeza, de lo inapropiado, de todo lo que dirán de este libro quienes pretendan impresionar mujeres leyéndolo en voz alta, quienes después de leerlo escondidos en la tempestad de una cisterna dejen de ir a la universidad y se resuelvan de una vez por todas a caminar el mundo, quienes pasen años creyendo que escribir es emborracharse y conseguir mujeres y al final no escriban nada, de todo eso, de lo que pasó
y de lo que todavía no termina, me quedo con el humor. Lo más valioso de este libro es que puede hacerte reír en un cuarto lleno de criminales que han sido ajusticiados por el calibre de sus decisiones. Un verdadero canalla sabe que pase lo que pase con este mundo solo hay una cosa que hacer: cagarse de risa.

La gente que aparece en estos cuentos –gente es, claro, un decir–, y sobre todo el sujeto encantador y despreciable que los cuenta, es capaz de todo: de vender a los amigos, de procurase a la mujer del prójimo y a la hija de ese mismo prójimo, de matar ratas a sangre fría y de comerse la papaya de los diabéticos.

Desde que los leí, tuve que cambiarme de casa, explicarle una y mil veces a la policía la clase de tipejo que es Pedro Gil para que me acogiera dentro de su programa de protección de testigos, esconder mis objetos de valor y citarme con el poeta antes mencionado en sitios públicos donde la afluencia de personas sea constante y siempre durante el día. No es que tenga miedo, al revés, podría seguirlo y ser su cómplice, pero estoy seguro de que a la vuelta de unos pocos días me vendería a la policía por un hot dog y un vaso de cola.6 Para mi fortuna soy un hombre perezoso y prefiero leer, que sea Pedro quien reciba las puñaladas. Y por si acaso sea algún criminal amigo de Pedro Gil quien esté leyendo esto mientras lo espera a la puerta de su casa para apuñalarlo de nuevo, solo una cosa, no le toques las manos y déjalo con vida para que pueda seguir escribiendo. Ah, y no olvides decirle tu nombre y quién te envió y cuánto te pagaron y todo eso, a los lectores nos gusta saber esas cosas.

Portoviejo, septiembre del 2013.

*(Portoviejo, 1981). Estudió cine y televisión en la Universidad San Francisco de Quito. Colabora con las revistas SoHo y Mundo Diners,


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