viernes, 28 de enero de 2011

Pedro Gil: itinerario poético

Jorge Dávila leyendo su texto


Jorge Dávila Vásquez

La poesía actual del Ecuador, alguna muy nueva, muy reciente, y otra ya reveladora de una cierta madurez, ostenta una serie de nombres que conforman el grupo de relevo de las generaciones anteriores.

Entre los poetas más destacados del grupo que bordea los 40 años de edad, es imposible soslayar a Pedro Gil Flores (Manta, 1971).

Confirma ampliamente sus calidades y la trascendencia de su dura, exigente, siempre honda y audaz palabra poética, la aparición, a fines de 2010, de su Antología Personal 17 puñaladas no son nada, obra que presentamos hoy, aquí, en su Manta natal, luego de un exitoso recorrido por los escenarios culturales de Quito y Guayaquil, y que incluye textos de sus libros más importantes: “Paren la guerra que yo no juego” de 1989, que se lo debería tomar en sus verdaderas dimensiones, con la objetividad que da la distancia, pues el autor no tenía más de dieciocho años cuando escribió algunos poemas que son ya capitales en su producción, como “Los escribidores” y “Realismo mágico”; “Delirium tremens” de 1993, cuya pieza central es una obra maestra del juego entre lo real y lo fantástico, entre el sueño del artista y el desvarío del ebrio; “Con unas arrugas en la sangre”, volumen de 1997, que contiene su magistral “Breve biografía” y sus singulares homenajes a Edgar Alan Poe, Dávila Andrade, Toulouse-Lautrec, Medardo Ángel Silva y César Vallejo; “Los poetas duros no lloran” de 2001, con sus inolvidables: “Perdedor”:

soy un varón
experimentado en derrotas.
lo he perdido todo
y lo tengo por basura;

y su crítica e implacable visión de “Memorias de la capital”:

llevo un tiempo considerable
cargando mi equipaje provinciano.
reducido a mis complejos.
lavo platos
y privaciones
en restaurantes
donde familias prósperas
se alimentan…;



Dávila junto a su amigo y catedrático de la ULEAM Joselías Sánchez Ramos.



“Sano juicio”, poemario de 2004, que incluye la conmovedora epístola a su hijo, Damián, y el extraordinario texto “Demasiado poeta para morir”, la más estremecedora memoria del sanatorio, construida no únicamente sobre el recuerdo de todo lo vivido en soledad y delirios:

los pacientes
sabemos lo que nos dirán:
que tenemos una enfermedad
que nos acompañará
hasta la tumba,
que ella habla
piensa
actúa por nosotros,
que estar aquí es un
regalo inmerecido…;

si no también levantada con un palpitante sentido de la solidaridad de quienes Dávila llamaría “los ahogados más humildes en el Señor”:

el director
los enfermos, los sicólogos
confundidos.
un abrazo para cada uno.
siento la energía de la fraternidad.
es una energía rara,
da rabia y pena.
tenemos el mismo miedo
la misma muerte nos amenaza
de muerte. eso nos une.
nos vuelve más hermanos
que los hermanos
biológicos.
estoy afuera.
desde el segundo piso las manos
moribundas,
las manos en recuperación,
hacen señales de despedida,
de sus dedos surgen
palomas que me envían buena suerte.

Dávila junto a los ex tallerista de Pedro Gil


E integran la antología, asimismo, muestras de su obra inédita: “17 puñaladas no son nada”, en que la cercanía de la muerte y los fantasmas amados salvan al poeta de su trágico fin; “Clínico”, que trae el siempre autobiográfico y doloroso, pero al mismo tiempo dialéctico y optimista poema “Milagros”:

es muy temprano para concluir que mi conciencia
fue refugio de maldades/traumas/resentimientos
es muy tarde para acusarme de preferir la furia de los tiburones
y no la ternura de los delfines;

y de su libro de narrativa “El príncipe de los canallas”, que revela en los cuentos la misma intensidad de la poesía, idéntica búsqueda insomne de lo expresivo e igual capacidad para generar mediante la lengua unos mundos próximos, por conocidos, y delirantes por la vivencialidad, que, pese a todo, nos resulta extraña, inaprehensible.

Cuando Xavier Oquendo presentó la obra en Quito, recalcó en que se había insistido mucho en el carácter marginal e incluso maldito de Gil, pero rechazando de plano cualquier calificativo que pudiera encasillar a un gran escritor como él: “Pedro Gil es un poeta y punto. No hay necesidad de colgarle títulos, porque la poesía será siempre lo que queda luego del poeta.” Y creo que tiene razón, porque si bien es importante en la producción de estupenda calidad de este escritor, aquello que se relaciona con sus vivencias directas o su búsqueda humana y aún tormentosa (“sólo son sílabas fallecidas en la memoria de un poeta llorón”); lo que en verdad cuenta y está destinado a perdurar es lo que él ha conseguido extraer para la literatura, a fuerza de martillar el discurso, de buscarle sus secretos sentidos, de exprimirlo, en pos de la construcción de su contradictoria verdad estética, expresada por él mismo con pasión: “entre el arte de la palabra, en mí canta un terrorista amante de la paz.”

Pero, indudablemente, la poesía de Pedro Gil no responde a cánones, ni escuelas, porque proviene directamente de la vida. Encuentra en ella su motor, la necesidad de expresar los diversos aspectos de una realidad dura, amarga, apuñalada, constantemente herida, y a la que, sin embargo, el poeta se aferra, como un oscuro, despedazado y zurcido sobreviviente, y lo hace, como ha dicho Jorge Velasco Mackenzie, parafraseando a Hugo Mayo, construyendo, en medio de todos los dramas, su poesía, tallándola en su propia carne de artista, que tiene perfectamente claro su destino de tal: “una leyenda viviente, ese soy yo. vivo y muero gratis./ no cobro a nadie, ni siquiera al desamor.”

Dávila junto a Dallas Hormaza (Coordinadora del Departamento de Cultura ULEAM) Medardo Mora (Rector ULEAM) y un amigo.


De ahí el enorme vigor de esta producción lírica, la energía que derrocha en sus composiciones; el intenso testimonio de la experiencia, que nos queda como un amargo poso, una vez que hemos bebido el licor de sus contenidos, no siempre agradable: “poemas que son ganchos/ al hígado y al alma,/ esa es mi especialidad.”


Y, sin embargo, algo que pudiéramos llamar una fe humana, marca de tiempo en tiempo la lucha de hombre, del poeta, de aquel al que todos creen derrotado, porque: “la poesía, como el amor, salva.” Y el amor es algo que se aprende:

desde
que despertamos
juntos
aprendí
que no
todas
las soledades
son
perpetuas.

Para concluir, bien valer retomar una de las ideas iniciales: Pedro Gil es, sin duda, el nombre más trascendente de la actual poesía manabita.
A sus 40 años, la publicación de su Antología Personal 17 puñaladas no son nada, estupenda edición de Mar Abierto, lo confirma plenamente.

El verbo lírico de Gil es de aquellos que no tienen límite ni son aptos para lectores ruborosos o gazmoños (¡Todavía los hay!). Es, como dice Jorge Velasco Mackenzie: “un lenguaje áspero, lleno de filos y aristas cotidianas”; coloquial en distintos niveles, agresivo, dotado de fuerza que avasalla, genuinamente poético, estremecedor y estremecido, dotado de una franqueza poco usual en nuestra creación literaria. Y que, pese a su doloroso tono de confesión insobornable, tiene leves notas de corrosivo humor:

mi mujer se fue con un comunista,
"nos une una lucha", me dijeron.
"una lucha cuerpo a cuerpo será", dije.

Y, al mismo tiempo, es una lengua poética de violenta ternura, reflejada en ciertas expresiones de su Poética: “La poesía es una mujer llena de bendiciones; la poesía, como el amor, salva. A mí me salvó, lo dije en la locura y lo confirmo en la abundancia de mi sano juicio.”

Esa salvación por la lírica es parte de lo autobiográfico presente en los distintos libros antologados en el texto que comentamos. Gil es del tipo de poeta que no tiene miramientos consigo mismo ni con nadie, ni con sus seres amados –a los cuales trata con desgarrada ternura y emoción-; ni con los artistas que admira, a los que se dirige con una familiaridad enraizada en el amor y el horror compartidos, en la búsqueda del “poema”, en pos del cual parece haber ido desde el seno materno; ni con esa Divinidad de la que tan pronto reniega como siente próxima y desamparada o esperanzada como él mismo: “Dios entiende que los perdedores tenemos mucho que ganar”.

Finalizo con una cordial recomendación: lean ustedes, critiquen, admiren, acepten o rechacen la obra poética y narrativa de Gil; hay tantos aspectos que no han sido ni siquiera tocados en esta presentación, pero que ustedes, en su sagacidad de lectores, habrán de descubrir; tanta riqueza humana, formal y de oficio; mas, no dejen de reparar en uno de los rasgos que más conmueven: su desacralización de los poetas, a los que desprestigia con duros epítetos, por su vanidad y vacuidad, pero con quienes, al mismo tiempo, se siente solidario, próximo, hermano, en esa orfandad sin límites del arte, porque “lo desastroso es que no saben que cada uno es una circunscripción del olvido.”
(Texto leído en la presentación de la antología personal 17 puñaladas no son nada de Pedro Gil, el viernes 14 de enero del 2011 en la Sala de Conciertos de la ULEAM).

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