lunes, 24 de noviembre de 2014

Pedro Gil: El Príncipe de los canallas

Por Iván Oñate

Opinan los entendidos que un prólogo no debe argumentar, citar, documentar y mucho menos otorgarse la farragosa atribución de comentar cada uno de los cuentos, de los poemas y mucho menos escuchar la explicación de cada uno de sus versos que ya es el plomo completo. Al ser un discurso que antecede al texto, dice Borges, el papel del prólogo debe limitarse a invitar a la lectura y a seducir al posible lector. Con estos antecedentes, huelga comentar en lo que debería consistir la presentación de un libro. En Venezuela observé con cierta graciosa perplejidad que bautizaban a los libros, y los bautizaban con idéntica liturgia que a un niño de pecho. Sin lugar a dudas, y todos estaremos de acuerdo, se trata de un acontecimiento social. De lo que no estoy muy seguro aún, es de cómo voy a enfrentar esta ceremonia, ya que se trata de la presentación o bautismo de un príncipe. Del príncipe de los canallas y el asunto no se me presenta nada fácil.
Empecemos por un pequeño antecedente. Hace muchos, muchos años, cuando yo era estudiante de Sociología y Ciencias Políticas en la Universidad Central del Ecuador y la gente todavía acostumbraba a hacerse lustrar los zapatos, bajé una mañana hasta el mercado de Santa Clara con el propósito como es obvio y previsible de hacerme lustrar los zapatos. Recuerdo que subí hasta ese trono de color rojo, y cuando me aprestaba a sacar el infaltable libro como típico estudiante de Sociología, de repente, sin consulta previa, el betunero puso en mis manos un cataclismo epistemológico. 


Se trataba de un periódico de sangrante y espectacular crónica roja. Junto a la fotografía de la joven y guapa mujer asesinada, el texto empezaba así: “La tarde estaba caliente y húmeda como vagina de mujer”. Recuerdo que quedé aturdido por la tremenda precisión del golpe que acababa de recibir. Jamás había leído algo tan certero, algo que resumía en poquísimas palabras la atmósfera, la excitación, pero sobre todo la premonición de la tragedia que iba a ocurrir con esos pobres desgraciados. “La tarde estaba caliente y húmeda como vagina de mujer”. Me repetía desde entonces, recordando los consejos de Chejov, de Horacio Quiroga y Cortázar. En múltiples ocasiones utilicé la frase para demostrar cómo  un escritor debía conformar el texto y contexto con tan pocas y simples palabras. Sin embargo, nunca la usé para un prólogo o presentación, pues veo que esperaban pacientemente que apareciera en medio de la tarde caliente y húmeda, nada menos que el príncipe de los canallas.

Porque si hay algo que destacar en este libro, es precisamente la maestría de la síntesis, en la ágil construcción de los textos, contextos y microcontextos.  Tanto Ramiro Oviedo como Juan Fernando Andrade, se niegan a calificar a los textos de Pedro Gil como cuentos. Oviedo en un hermoso prólogo, los califica de crónicas y en un no menos hermoso epílogo, Andrade dice que estos textos que conservan las malas costumbres de los poetas, es decir que por una frase iluminada los poetas son capaces de dejar arder la casa, estos textos, repito, bien pudieran ser el suplemento de una crónica roja. Pero más allá de discutir si estos textos son cuentos, crónicas o poemas, lo importante es señalar que están plenos de vida, de muerte, de dolor, de sarcasmo, de rabia y cinismo como corresponde a la existencia. “Nunca tuvo sexo –dice en uno de sus textos-, no sabía lo que era un beso, esas eran sus confesiones alcohólicas, las que valen”. Un mundo “donde el hermano ignora al hermano, y donde partes moribundas, fragmentos de hombres mutilados, coexisten absolutamente solitarios y sin relación”, escribía el filósofo francés ya desaparecido Giles Deleuze al reflexionar sobre los hospitales después de la guerra. Así son los sanatorios, las cantinas, los hogares, los barrios, los chongos, los cuerpos y las almas de Pedro Gil. Fragmentos de una demolición cósmica, de un horóscopo que se corta en cuadros con un cuchillo y se los coloca en un clavo, allí, a la mano, junto a la taza del baño.


En muchas ocasiones he repetido que un poeta, un verdadero poeta, no selecciona los temas, son ellos los que lo eligen. Lo elige la poesía. Eso es, precisamente, lo que uno presiente al leer a Pedro Gil. Todo pareciera que está dispuesto: acciones, pasiones, culpas, masturbaciones, traiciones, ensoñaciones y remordimientos. Todo listo y a la espera de que la mano de Pedro Gil les infunda vida como la mano de Dios al dedo de Adán en la Capilla Sixtina. Remarco esto de los temas, porque en los últimos tiempos de visto el esfuerzo denodado e inútil de algunos jóvenes andinos, jóvenes tropicales, jóvenes dominicanos, colombianos, peruanos, ambateños, riobambeños, quiteños, por querer ser Charles Bukowski, olvidando algo importante: se es maldito, precisa y exactamente por maldición y no por elección. O como dice el mismo Pedro: “se creen malos, pero solamente son feos”. Entonces, feos que “sudan el pan” por escribir las “memorias de un viejo indecente”, mientras Pedro Gil, con naturalidad, con humor y desparpajo, nos entrega “El príncipe de los canallas”.

Para terminar, un agradecimiento: Gracias Pedrito, por tu valentía. Por el coraje de lanzarse de bruces al texto y ser uno mismo. Gracias por enseñarme, a mí, que ya soy viejo: que los poetas somos perfectos. Somos perfectos, porque cometemos errores.

Fotos cortesía de Yuliana Marcillo.


Texto leído a propósito de la presentación del libro El príncipe de los canallas, desarrollado en el local Cafelibro de Quito el pasado 18 de noviembre.

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