La
palabra. Sólo la palabra.
Antes
de la palabra, la palabra.
Comienza
donde termina;
siempre
está empezando.
Se
hizo poesía en la cueva;
canto
amanecido.
La
palabra cantó y lloró,
eso
la hizo más bella.
Se
cambia de piel,
rejuvenece,
pero
sigue siendo la palabra.
La
escuché por primera vez
en
mi primera palabra.
Tenía
los sonidos del cristal.
Era
una palabra pequeña, pero dulce;
inocente,
frágil,
traviesa,
breve, inconclusa,
apenas
articulada.
Empecé
a perseguirla,
la
sigo persiguiendo,
la
acoso, me acosa.
Quiero
vivir junto a ella
para
seguir viviendo.
Siempre
quiero leerla, definirla,
descubrirla,
desvestirla.
La
palabra, siempre.
La
escucho,
me
meto en su voz,
la
arrimo a mis ideas.
Escribo
diariamente libretos de palabras.
Me
visto de palabras y soy feliz.
Camino
con la palabra,
en
mi libro diario;
me
enciendo con ella,
a
veces me deprimo,
otras,
me reencuentro con la vida.
Zurzo
mis esperanzas con palabras,
redacto
con palabras
el
proyecto del futuro.
Amo
y me aman con palabras.
La
palabra es más dulce en un niño,
porque
es como una estación lluviosa,
una
fiesta de pentagramas alegres.
La
palabra no descansa,
se
revitaliza, se fragua,
se
articula, se consolida,
se
arma de verdades,
otras
veces de mentiras.
Palabra
hermana, fraterna,
definitivamente
solidaria,
la
que me acompañará,
después
de mi última palabra.
Horacio Hidrovo
Peñaherrera
(Tomado
de: “la maravillosa sensación de vivir” (2001)
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