Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre
porque se detendrá la muerte y el reposo.
Tu voz, que es la campana de los cinco sentidos,
será el tenue faro buscado por mi niebla.
Cuando sepas que he muerto di silabas extrañas.
Pronuncia flor, abeja, lágrima, pan, tormenta.
No dejes que tus labios hallen mis once letras.
Tengo sueño, he amado, he ganado el silencio.
No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto
desde la oscura tierra vendría por tu voz.
No pronuncies mi nombre, no pronuncies mi nombre,
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre.
Roque Dalton
Roque Dalton
Paúl Puma
(Poeta quiteño)
Este es un intertexto y Pedro Gil parecería recoger las últimas palabras de este poema de Roque Dalton para decidir su poesía y sus fulgores narrativos acariciándose el desparpajo de su propia síntesis trágica y amarga en Soledumbre.
Sus talleristas bien han sabido penetrar en ese aliento poético que clama a gritos desde algún lugar del mundo, Manta, quizás, octubre 5 de 2008, casa de recuperación para adictos "Volver a vivir".
Gil siempre me recordó a Panero, a ese prominente hombre de letras ácidas contando gladíolos o cuidando su animal herido en la residencia de su manicomio. Muy lejos de ese Panero que se dejaba morir con los homosexuales y las prostitutas en los basureros de Madrid. Infinitamente lejos de Gamoneda, Antonio, y de ese Libro del frío que tanto balbuceó el irreverente como una ridiculez de la estética del pesimismo -si esa joya que es el pesimismo se puede dejar imponer una estética-.
Hace poco conocí en Berlín a Héctor Hernández Montesinos, una mezcla de Panero y Gil de 36 años, ebrio primero, luego en trance y en bata, buscando alguna luz desde la camilla con un fondo gris plagado de baldosas frías y clínicas para formar la portada de su libro COMA, un bien nutrido escupitajo a los mejores poetas chilenos desde la propia decodificación: Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Huidobro en el antro de unos textos insuflados de ridículo. La mitad de Chile ama a Montesinos, la otra mitad lo detesta.
Hace poco conocí en Berlín a Héctor Hernández Montesinos, una mezcla de Panero y Gil de 36 años, ebrio primero, luego en trance y en bata, buscando alguna luz desde la camilla con un fondo gris plagado de baldosas frías y clínicas para formar la portada de su libro COMA, un bien nutrido escupitajo a los mejores poetas chilenos desde la propia decodificación: Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Huidobro en el antro de unos textos insuflados de ridículo. La mitad de Chile ama a Montesinos, la otra mitad lo detesta.
Aquí, en este país, no sé cuantos amamos a Pedro o cuantos lo odiamos pero, como diría Saramago, "la indiferencia es la peor forma de egoísmo" u el egoísmo es la mejor forma del olvido.
Sé que a Gil como a mí -excusas por citarme- nos disgustan las poses. Un gran sexo es superior a una biblioteca de Kamasutras, un gran golpe inesperado y eficaz es más certero que cientos de films de Bruce Lee, a propósito de eso que menciona Pedro en el prólogo de Soledumbre y que sólo los que hemos habitado el condominio del suburbio podemos comprender.
Soledumbre, soledad herrumbrada, soledad de pesadumbre, peso de la soledad más allá de la costumbre, neologismo enriquecedor para una proposición tan diversa.
Pero, dejad-me recoger a Lodge para extenderme 4 ó 5 párrafos más en los resortes firmes de algunas piezas narrativas que componen el libro (La escalera de Monserrate Delgado, Roxxanne, La otra orilla de Verónica Sánchez) o de los puntos de vista cargados de simbología, sin digresiones en que tanto enfatiza Juan Bosch. Relatos correctamente escritos, el monólogo interior (Gestos de desaire, Sánchez). La intertextualidad de los personajes (Corazas de Diana Zavala).
Sé que a Gil como a mí -excusas por citarme- nos disgustan las poses. Un gran sexo es superior a una biblioteca de Kamasutras, un gran golpe inesperado y eficaz es más certero que cientos de films de Bruce Lee, a propósito de eso que menciona Pedro en el prólogo de Soledumbre y que sólo los que hemos habitado el condominio del suburbio podemos comprender.
Soledumbre, soledad herrumbrada, soledad de pesadumbre, peso de la soledad más allá de la costumbre, neologismo enriquecedor para una proposición tan diversa.
Pero, dejad-me recoger a Lodge para extenderme 4 ó 5 párrafos más en los resortes firmes de algunas piezas narrativas que componen el libro (La escalera de Monserrate Delgado, Roxxanne, La otra orilla de Verónica Sánchez) o de los puntos de vista cargados de simbología, sin digresiones en que tanto enfatiza Juan Bosch. Relatos correctamente escritos, el monólogo interior (Gestos de desaire, Sánchez). La intertextualidad de los personajes (Corazas de Diana Zavala).
Desde ese punto azul llamado tierra que tanto esbozaría Carl Sagan toco la ingravidez y los Amores líquidos de Yuliana Marcillo. Palpo nuevamente La escalera a la que pretende subir Monserrate. Es difícil esperar frente al mar, puede zarpar un crucero y llevarse nuestra propia inmortalidad (Ernesto Intriago) como cuando Guy de Maupassant, en su Adiós, retrata a esa vida tan fugaz y tan alada por una maquinaria de desolación.
Cuando conversamos con Jessica Galán, que ahora vive en Miami, vislumbramos un encuentro familiar con los autores de Soledumbre en Quito, atendimos a esa sentencia de Émile Zola "El ser humano es el único capaz de hacer fuego." El mismo fuego que Galeano encontró en la palabra abracadabra hace poco en una entrevista a la cadena CNN: “Abracadabra significa Envía tu fuego hasta el final", dijo Eduardo, Última frase del programa”.
Stevenson afirmaba que las mentiras más crueles -eran-son dichas en silencio. Y el silencio es el peor enemigo de ese desvaído reflejo que tenemos por modernidad. La post modernidad no existe para esta hatun llacta -excusas por emplear al sagrado Kichwa en un discurso que casi nada o nada tiene de él- es una feroz búsqueda de un camino nuevo. Mar abierto desde el spondyllus novísimo cargado de la genética de los primeros formadores de nuestra soberana identidad. Cuán atroz puede ser el silencio para acallar la labor de quienes gestan la cultura del país desde Manabí, desde Manta, desde los rincones extraditados de la nación.
Aquí, tan solo El último lector de Ricardo Piglia, aquí Berlioz en la celebración de su Sinfonía fantástica. Voir ici solamente Cookie de Diana Zavala, o el amor tirano de Galán o Blushes marrones de Liliana Arcentales. Voir la el ímpetu de nuestra sangre costera en la delectación de las sílabas After sun de ese hospital donde una hermana muerta susurra una canción al herido por la despiadada vida y por la lluvia matizada de dulces y retorcidas estrellas.
(Comentario leído el pasado miércoles 29 de abril en el Museo de la palabra del Ministerio de Cultura a propósito de la presentación de la obra poética narrativa Soledumbre)
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