Editorial Mar Abierto trae en poco tiempo el libro OBRAS COMPLETAS
–Ensayos- de Miguel Donoso Pareja. Será una publicación, que siendo trabajada y editada cuidadosamente por
el equipo de la Editorial, será impresa por la empresa El Telégrafo.
Comprenderá un estudio introductorio de su obra, escrito por Paúl Puma y sus
libros: Ecuador: identidad o esquizofrenia; Los grandes de la década del
treinta; Nuevo realismo ecuatoriano; Novelas breves del Ecuador; La violencia
en el Ecuador y una respuesta identitaria.
Serán alrededor de 650 páginas, que irán ilustradas con varias
fotografías. A continuación un fragmento de lo que pronto Editorial Mar Abierto
les traerá.
“Dudosa opinión de un minusválido
sobre la música nacional”
Un tío mío, Alfredo Pareja Diezcanseco, decía
que él era musicalmente sordo por herencia materna, es decir, que tenía “oído
Diezcanseco”.
Como yo veía que le gustaba la música y nunca me
explicó en qué consistía esa sordera, su afirmación me desconcertaba.
Mucho tiempo después, ya adulto, supe de qué se
trataba al comprobar que yo también tenía “oído Diezcanseco”.
¿En qué consiste? No en que no nos guste la
música sino en la incapacidad para reconocerla –yo confundo, por ejemplo, “La
danza del fuego” con “Capricho español”- y una total ausencia de ritmo, razón
por la cual nunca aprendí a bailar.
Esto me hizo creer, cuando niño, que había
matado a mi profesor de guitarra. Ante mi nulidad musical, el pobre me decía
siempre: “Miguelito, me vas a matar”.
Un buen día –debería decir “un mal día”-, al
poco tiempo de iniciar mis clases, no vino más. Había muerto. Yo, que tenía
nueve años, me sentí culpable y guardé el secreto, aterrado de que me
descubrieran.
A pesar de esta sordera musical –que tal vez me
desautorice- debo hablar de nuestra música, que es uno de los tantos factores que deberían identificarnos.
A ojo de buen cubero podría decir que, de
acuerdo a nuestra música, somos un pueblo triste. Si y no, porque somos (yo no)
un pueblo que baila –y muy bien, especialmente en la Costa- pero no tenemos un
ritmo que nos identifique.
Nuestra conducta ratifica, a veces, lo que acabo
de decir. En efecto, la música ecuatoriana es de cantina, para emborracharse y llorar, no para una fiesta.
Joaquín Gutiérrez, escritor costarricense ya fallecido, me contó que en Quito
fue a una fiesta, pero que como era muy aburrida, optó por retirarse. Al día
siguiente se encontró con uno que había estado en la reunión y le preguntó
hasta qué hora se quedaron y si la habían pasado bien.
-Nos amanecimos- fue la respuesta-. Y la pasamos
lindo: toditos lloramos.
No en una fiesta, pero sí en una cantina, los
costeños también lloramos con los pasillos y la música indígena, lo que nos
llevaría a pensar que lo que nos identifica musicalmente es la tristeza, la
queja, incluso el masoquismo, a pesar de que nuestra gente baila –y muy bien,
vuelvo a decirlo- con la música de otros.
En realidad, tanto en la Costa –desde hace
“añales” y a cualquier nivel social- como en la Sierra –desde menos años atrás,
pero también en forma masiva- el ecuatoriano baila. Al pueblo y a la clase
media, en ambas regiones, les gusta la música afroamericana, a los aniñados la
música gringa, a los dos estratos los ritmos de moda.
Pero no hay música ecuatoriana bailable, salvo
la indígena, que se “patalea” monótonamente a nivel popular y de clase media
baja en la serranía. En definitiva, el Ecuador es un país sin un ritmo musical
que lo identifique y lo aglutine, un país que no ha desarrollado la música
popular. Nos hemos estancado en ritmos cada vez menos aceptados por las nuevas
generaciones, las que se identifican con los de otras latitudes.
Teniendo población de color, por ejemplo, no
existe una forma musical negra actualizada y que nos caracterice. Hemos sido
muy poco creativos, casi nada, en esta área de la cultura popular. Eso, sin
duda, debilita nuestra identidad global, porque sin música un pueblo se diluye.
Brasil, México, Cuba, todo el Caribe, tienen
desde hace muchos años una música popular propia y en evolución constante.
Venezuela, Colombia, Perú y Chile tienen lo suyo –bambucos, cumbias, marineras,
cuecas-, Argentina el tango.
Nosotros nada, fuera del cachullapi, la tonada,
el pasillo o el yaraví, de ninguna proyección en el gusto de las nuevas
generaciones.
Parecería en definitiva, que la única
identificación musical que tenemos es la del sufrimiento y las lamentaciones,
la borrachera llorona y la desgarradura por los amores fracasados o imposibles. En pocas palabras, una identidad negativa,
autoconmiserativa y castradora.
Puedo estar equivocado, por mi oído Diezcanseco –debo
admitir esta posibilidad-, pero me parece que lo que señalo es real porque,
aunque no pueda distinguir una melodía de otra, la salsa me gusta, también el
tango, la cueca, el bolero, la marinera, los sones huastecos y veracruzanos,
las rancheras, la samba y la bossa nova, el guaguancó, etc.
En todo caso, Agustín Cueva –ojalá no haya sido tan sordo
como yo- opina parecido. Dice: “En lo que a música se refiere (…) creo que por
rebasar el límite de mi competencia bastará, generalizando, recordar este hecho
muy decidor: la música popular latinoamericana –mestiza de tres razas en todas
sus combinaciones posibles- ha tenido éxito en el mundo entero; mas la
ecuatoriana constituye, precisamente la excepción. Ya lo dijo Espejo: ‘La
música de Quito es viciosa, sin afectos, sin armonía, sino una música de
remiendos (…)’. Y José de la Cuadra, retomando una afirmación de A.F. Rojas,
escribió: “el Ecuador, no ha creado todavía su música propia, una modalidad
armónica suya” (‘Nuestra ambigüedad cultural’, en Teoría de la cultura nacional, varios autores, estudio introductorio de Fernando
Tinajero, Banco Central del Ecuador/Corporación
Editora Nacional, Quito, 1986). Los entendidos deberían
trabajar en esto, desarrollando y modernizando los ritmos heredados (no solo
los negros), creando –con la mayor y más auténtica profundidad culturaluna
música mestiza que fortalezca nuestra identidad y nos permita vernos como en un
espejo, porque el estatismo y la rigidez –cabe recordarlo- implican siempre
decadencia, tema que examinaremos más adelante.
“La doble muerte de un
esquizofrénico irredento”
En este rubro quiero referirme a las letras de
dos piezas musicales “inefables”: “El chulla quiteño” y “Guayaquileño”, ambos
pasacalles, esa especie de pasodoble del subdesarrollo con el cual pretendemos
ser alegres.
Ambos repiten las generalizaciones que venimos diciéndonos
desde los tiempos de Espejo y el padre Aguirre, solo que aquí cada uno de los
habitantes de las dos ciudades, Quito y Guayaquil, habla sobre sí mismo.
¿Se trata del haraquiri de un esquizofrénico
irredento, es decir, del país?
¿A confesión de parte relevo de prueba?
Me niego a aceptarlo, pero veamos.
La letra de “El chulla quiteño dice, en lo
central:
“Yo soy el chullita quiteño,
la vida me paso encantado,
para mí todo es un sueño,
bajo este, mi cielo amado.
Las lindas chiquillas quiteñas
son dueñas de mi corazón,
no hay mujeres en el mundo
como las de mi canción.
Chulla quiteño,
tú eres el dueño
de este precioso
patrimonio nacional.
Chulla quiteño
tú constituyes
también la joya
de este Quito Colonial”.
La de “Guayaquileño” dice (también en lo
central):
“Guayaquileño madera de guerrero
bien franco, muy valiente, jamás siente el
temor,
guayaquileño de la tierra más linda
pedacito de suelo del inmenso Ecuador,
guayaquileño no hay nadie quien te iguale
como hombre de coraje lo digo en mi canción”.
Antes que nada debemos destacar el carácter
ilusorio de los dos textos, el voluntarismo para afirmar esto es así o asá.
En el principio se dice que para el “chullita”
quiteño “todo es un sueño” y que no hay mujeres más lindas en el mundo “como
las de mi canción”. En el segundo se nos indica que nadie puede igualar
guayaquileño como “hombre de coraje” puesto que yo, guayaquileño, “lo digo en
mi canción”.
El problema es que, incluso autoinventándose (lo
que indica cómo queremos ser), ambos proponen aspiraciones deleznables.
El quiteño, según el texto, centra todo en vivir
soñando, fuera de la realidad, dándose la gran vida. Y en que eso continúe para
siempre porque él es el “dueño de este precioso patrimonio nacional” y una
“joya” del mismo.
El guayaquileño se centra, en cambio, en su
“madera de guerrero”, su franqueza, en que es “hombre de coraje”, “jamás siente
el temor”, en todo lo cual es inigualable porque, enfatiza, “lo digo en mi
canción”.
Resulta deprimente saber que nos sentimos tan
poca cosa y que así queremos ser, exactamente con las mismas “señas particulares”
que nos hemos endilgado siempre: un quiteño que se siente una joya, el centro
del país, se reconoce vago (burócrata, subrayan en la Costa) y se la pasa
“encantado” (de “poca madre”, opinaría un mexicano); y un guayaquileño que “jamás
siente el temor” (primitivo, salvaje, remarcan en la Sierra), “no hay nadie quien
lo iguale” (“no mames”, diría un mexicano) y “bien franco” (léase indiscreto y
malcriado).
Pero cuidado: los “inefables” portavoces de la
economía social de mercado, de la globalización y más yerbas venenosas de la
ahora “redentora” clase en el poder, propugnan la reducción a rajatabla del
tamaño del Estado (que es necesaria, pero no con la drasticidad que quieren
ciertos sectores, especialmente de la Costa), lo que implicaría dejar en el
desempleo a todos esos burócratas (a todos esos serranos que, como lo
autoproclaman, se la pasan encantados porque para ellos todo es un sueño, dicen
en la Costa, hartos de la mala calidad de los servicios públicos y del
centralismo).
En la Sierra, en cambio, recogen lo que decía
Espejo sobre la “natural fiereza”, “orgullo”, “barbarie” y “crueldad” de los
guayaquileños porque, ¿qué otra cosa podría significar aquello de ser “madera
de guerrero” y basar en eso la totalidad de nuestras “virtudes”?
En ambos casos, en las dos canciones, nos
confesamos así, cada quien por su lado, como evidenciando que esta introyección
ideológica –cabe recordar que la ideología dominante es siempre la de la clase
en el poder- nos ha convencido de que somos como el otro quiere que seamos.
Solo propiciar una contraideología (tomar
conciencia) y actuar conforme a ella podrá salvarnos, acercarnos a la
solidaridad, remediar nuestra esquizofrenia, fortalecernos como país.
Para lograrlo es necesario cumplir con aquello
que demandaba Eugenio Espejo: “decir la verdad cueste lo que costare”, pero
evitando, como señaló alguna vez Cortázar – refiriéndose a una situación
distinta y concreta, pero aplicable ahora-, lo que hacen ciertos intelectuales
que “no se preocupan por establecer (…) la diferencia capital entre los errores
que denuncian y la estructura global, válida y positiva, donde se cometen esos
errores y donde una crítica constructiva podría contribuir decisivamente a su
eliminación en el futuro”.
Esto, que implica reconocer las virtudes de la
estructura global, válida y positiva que constituye nuestra identidad, es lo
que estas líneas intentan hacer, buscando desentrañar, leer, aprehender, robustecer
y transformar su dimensión de aquí y ahora.
Únicamente así podremos plantearnos –sobre una
base verdadera, no ilusoria- la identidad que aspiramos y merecemos tener o,
mejor, que tenemos ya, pero con un discurso que es necesario definir y
organizar.
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