Por: Xavier Oquendo
Conozco a Pedro Gil desde hace un poco más de 16 años. Recuerdo con mucha claridad que en el año 1994 llegó a Quito al Primer Encuentro de poetas jóvenes en la Alianza Francesa. Había publicado su libro “Paren la guerra que yo no juego”, libro que se encontraba agotado y que tuve la suerte de tenerlo en copias Xerox. Me llamó la atención su poesía siempre distinta para ser “poeta joven” en aquellos tiempos. Siempre consideré que su poesía tenía más cercanía a la poética del grupo Sicoseo, o al discurso lírico de Jorge Martillo y Fernando Iturburu que a cualquier poeta que esté ahora alcanzando los 40 años. Inclusive diría que su poesía tiene un tono cercano a la anti poesía de Euler Granda y a la de los años 60s.
Siempre lo leí y lo admiré. Para ese entonces el poeta no arrastraba esa fama de “maldito” ni de “marginal”. Era poeta sin calificativos. Cuando Pedro se presentó aquella noche de jornadas poéticas en Quito, dijo sus versos casi de memoria. Los dijo amparándose en ese ritmo interior que aún tiene su poesía. Las palabras de su discurso poético siempre están ligadas a tonalidades diversas, a formas convencionales. Nunca necesitó de formas recargadas para implantar un discurso. Era extraño verlo decir versos ligados a discursos sociales, versos con un halo desolador sobre la pobreza y sus excesos, mientras que los poetas jóvenes de aquellas épocas querían ser parnasianos o eróticos, exquisitos o repletos de epígrafes griegos, silenciosos o delicados; despresurizados o cautivantes; haikunianos, o dúctiles, Pedro usaba el versolibrismo y el corte largo para hablar sobre su contexto, para formar una realidad muy suya, para no dejarse encerrar en las modas del canon, ni en los aspavientos de fin de siglo.
Xavier Oquendo (autor de este texto) leyendo. Sentados Ramiro Arias, Ubaldo Gil (editores de Eskeletra y Mar Abierto, respectivamente) y Pedro Gil.
Pedro Gil tenía claras sus preocupaciones desde muy joven. Desde que asomó su primer libro que causó tanto asombro, cuando la crítica severa de la época encontró en el poeta un discurso que sobresalía por verdadero y por original, y al mismo tiempo, porque la figura de Pedro no venía ligada a ningún grupo, a ninguna secta, a ninguna zona cercada de egos roídos y purulentos. Pedro siempre fue tan sencillo como sus versos. Y por ello mismo, tan complicado en la vida, porque el verso sólido solo es aquel que se logra condensar directamente en la comunicación. El resto es una manifestación donde entran otros intereses: los poetas que quieren parecerse a otros poetas, los poetas que escriben como exige el canon, los poetas que si no escriben como los otros del grupo, no son poetas, los poetas que se hacen cortan con la tijera que exige la moda. Esos poetas no son los que Pedro Gil persigue.
Él estuvo siempre claro que la poesía no debe ser un eje de discurso, un patrón donde extraer las mejores prendas. Su poesía es diferente porque él decidió acercarse a él y universalizarse en su verso. Y eso es lo que conmueve. Y también lo que se agradece.
Por eso la crítica decidió llamarlo “poeta marginal” o “poeta maldito”. Yo no estoy de acuerdo con esos calificativos, porque luego de repetirlos tantas veces, el poeta deja de ser leído, para pasar por el escáner de su propio mito. Y eso es un riesgo. Pedro Gil es un poeta y punto. No hay necesidad de colgarle títulos, porque la poesía será siempre lo que queda luego del poeta. El poeta deberá morir y la poesía deberá quedar si queda. Y si no, pues el intento también es válido. La intención es una luz y el resto es el sol que lo ilumina.
Pedro Gil junto al poeta Javier Lara y dos amigos más.
La antología que se presenta esta noche es una muestra de su trabajo poético general. Y de sus intenciones al querer escribir prosa poética.
Todos sus libros están presentes: “Paren la guerra que yo no juego” de 1989; “Delirium tremens” de 1993; “Con unas arrugas en la sangre” de 1997; “los poetas duros no lloran” del 2001, “Sano juicio”, del 2004 y “17 puñaladas no son nada”, “Clínico” y “El príncipe de los canallas”, poemarios no publicados individualmente, pero con poemas ya socializados y conocidos.
El libro que presentamos esta noche es una edición muy digna de su obra. Presenta 79 poemas y 4 relatos que tienen una estructura de prosa poética narrada.
Los primeros poemas de Pedro Gil son aquellos publicados en su libro de 1989. Siempre los encontré mucho más elaborados en su epidermis. La forma de los poemas citados es mucho menos suelta que los que vendrán en la madurez de su voz. Su discurso irá modificándose en la estructura. Habrá una fluidez mayor en los poemas que se publicarán desde 1993 en adelante.
Sin embargo en este libro inaugural Gil plantea un discurso absolutamente contestatario desde la primera persona hacia una tercera. El singular acusa al plural de la injusticia. El discurso siempre girará alrededor de las preocupaciones sociales, a las que se referirá siempre produciendo la mueca irónica de disgusto y de ira (tal vez, y sin notarlo y tampoco sin pretenderlo, se nota en estos poemas un aire de poeta tzántzico, que se va enriqueciendo por el ritmo del texto, por esa melopea tan personal del verso largo de Pedro, de un verso mucho más ancho y verbalizado, en donde triunfa el poema sobre el gesto). Cuestión de mucha importancia a la hora de pesar en la calidad poética sobre las “buenas intenciones”.
Pedro Gil junto al poeta Cristian López
En Pedro Gil el contexto real es el único válido. En su omnipresencia va saltando a la palestra temática los momentos autobiográficos que harán de la poética de Gil una obra en donde la voz poética se transforme en el autor, como era en épocas románticas, pero, en este caso, adentrándose en la sicología general. Es decir que Pedro Gil, el poeta, es también la voz poética de prácticamente toda su obra. Se sabe perfectamente que su discurso está engarzado en su propio modelo. Y que Pedro Gil será el poeta y será el poema. De allí también viene su contextura de mito urbano dentro de las nuevas generaciones de poetas en el Ecuador.
Los mismos temas siempre estarán rondando la voz poética de Gil: el dolor de la pobreza, el contexto marginal, el discurso contestatario frente a todo hecho establecido: los poetas, los ricos, los exquisitos, los finos, los dandis, los puros, los chulos, los suaves, los cardos, los estereotipados, los in, los uff, los “quitarán de ahí”, los intocables. Todos son ajusticiados por este discurso de tonos urbanos desmitificadores.
Pero a quien más ajusticia el discurso poético de Pedro es a sí mismo. Esa autoflagelación que parece tenerla en el texto y en el contexto, también la tiene para sí mismo. Pedro Gil es el más despiadado crítico de Pedro Gil y de tanto Pedro que hay por allí, de tanto Pedro Gil que se ha auto condenado, de tanto Pedro Gil que ya no ha querido ni ha podido consigo mismo. Su libro “delirium tremens” es decidor y definitorio de esta etapa:
Llego a casa sudando sacrificios/ penetro a mi mujer,/ dulce mujer,/ persiste mi farmacodependencia/ a su abnegada vagina/ la hago gemir cariños (también sacrificios). (…) Como han confiscado/ mis pertenencias/ empeñé mis huesos a los usurpureros…
Pedro Gil junto a amigo escritor y al poeta Fernando Escobar (quien ayudó a promocionar el evento desde Quito)
También está como ejemplo ese bello cuadernillo de poesía “Con unas arrugas en la sangre”, probablemente el poemario que más me gusta del poeta. En este libro publicado en 1997 aparece además su evidente y verdadero índice de autores favoritos. Y no solo favoritos por lo que escriben, sino por lo que vivieron, lo que la vida les dio y les quitó y en lo que ellos entregaron en la vida. Ese amor descollante por Edgar Allan Poe, Baudelaire, César Vallejo, Dávila Andrade, entre otros. Ese amor sincero, que no admite poetas de moda o figuras que el canon impone para satisfacer egos de los poetas que leen lo que dicen que se debe leer. Pedro buceó siempre con autenticidad por el gusto y se quedó adorando lo que va creando en la vida: su cementerio personal de versos, de vidas, de formas.
De ese libro extraigo el poema que más me gusta de su obra. Ese poema antológico al que regreso siempre por ser tan cerrado en sí mismo y tan denotativo en las acciones y en las formas y ritmos. Además es un poema modelo, ejemplo de su lucha con la poesía y con él mismo, que es un verso siempre elástico de su propio sonido poético:
Trauma
Volaba./ Detestaba al frío/ porque abusaba de los desnudos/ y no era castigado./ Disfrutaba en las pensiones/ cuando las parejas practicaban/ las poses del amor./ Sabía acerca de la cirugía plástica/ de Dios./ Dormía cuando los otros trabajaban./ Escupía en rascacielos y alcantarillas./ reía cuando las deudas/ y penitencias me molestaban./
Hasta que me desterraron./ Ahora no puedo volar,/ perdí mis alas en una licorería.
El mismo poeta confiesa en una antología mexicana que salió hace poco que:
Soy un poeta que se ha hecho a sí mismo, mientras los otros iban a escuchar clases en la Católica, yo escuchaba historias de asesinos, pero escribía, le daba duro a la máquina. La poesía es la más hermosa de las mujeres que con su caminar elegante tiene que salir ilesa y bella de los callejones del infierno.
La poesía es una mujer llena de bendiciones, la poesía, como el amor, salva. A mí me salvó, lo dije en la locura y lo confirmo en la abundancia de mi sano juicio.
A lo largo de su obra el poeta ha logrado albergar en su oficio sus preocupaciones, su vida, su fe en la autenticidad. En esa autenticidad de saberse distinto, de haber creado un estilo. Porque solo el ser humano es irrepetible, y si los temas son los mismos, las posturas y el tiempo siempre serán distintas. Como el río de Heráclito, siempre cambiante, por más que las aguas se empocen, nunca veremos al río igual, porque el tiempo y las aguas no permiten nunca una visión ciega.
Felicidades al poeta por la bella edición de su poesía.
(Texto leído en la presentación de la antología 17 puñaladas no son nada, en el Centro Benjamín Carrión)
Quito, 22 de octubre del 2010
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