Por Iván Oñate
Opinan los entendidos que un
prólogo no debe argumentar, citar, documentar y mucho menos otorgarse la
farragosa atribución de comentar cada uno de los cuentos, de los poemas y mucho
menos escuchar la explicación de cada uno de sus versos que ya es el plomo
completo. Al ser un discurso que antecede al texto, dice Borges, el papel del
prólogo debe limitarse a invitar a la lectura y a seducir al posible lector.
Con estos antecedentes, huelga comentar en lo que debería consistir la
presentación de un libro. En Venezuela observé con cierta graciosa perplejidad
que bautizaban a los libros, y los bautizaban con idéntica liturgia que a un
niño de pecho. Sin lugar a dudas, y todos estaremos de acuerdo, se trata de un
acontecimiento social. De lo que no estoy muy seguro aún, es de cómo voy a
enfrentar esta ceremonia, ya que se trata de la presentación o bautismo de un
príncipe. Del príncipe de los canallas y el asunto no se me presenta nada
fácil.
Empecemos por un pequeño
antecedente. Hace muchos, muchos años, cuando yo era estudiante de Sociología y
Ciencias Políticas en la Universidad Central del Ecuador y la gente todavía
acostumbraba a hacerse lustrar los zapatos, bajé una mañana hasta el mercado de
Santa Clara con el propósito como es obvio y previsible de hacerme lustrar los
zapatos. Recuerdo que subí hasta ese trono de color rojo, y cuando me aprestaba
a sacar el infaltable libro como típico estudiante de Sociología, de repente,
sin consulta previa, el betunero puso en mis manos un cataclismo
epistemológico.
Se trataba de un periódico de sangrante y espectacular crónica
roja. Junto a la fotografía de la joven y guapa mujer asesinada, el texto
empezaba así: “La tarde estaba caliente y húmeda como vagina de mujer”.
Recuerdo que quedé aturdido por la tremenda precisión del golpe que acababa de
recibir. Jamás había leído algo tan certero, algo que resumía en poquísimas
palabras la atmósfera, la excitación, pero sobre todo la premonición de la
tragedia que iba a ocurrir con esos pobres desgraciados. “La tarde estaba
caliente y húmeda como vagina de mujer”. Me repetía desde entonces, recordando
los consejos de Chejov, de Horacio Quiroga y Cortázar. En múltiples ocasiones
utilicé la frase para demostrar cómo un
escritor debía conformar el texto y contexto con tan pocas y simples palabras.
Sin embargo, nunca la usé para un prólogo o presentación, pues veo que
esperaban pacientemente que apareciera en medio de la tarde caliente y húmeda,
nada menos que el príncipe de los
canallas.
Porque si hay algo que destacar
en este libro, es precisamente la maestría de la síntesis, en la ágil
construcción de los textos, contextos y microcontextos. Tanto Ramiro Oviedo como Juan Fernando
Andrade, se niegan a calificar a los textos de Pedro Gil como cuentos. Oviedo
en un hermoso prólogo, los califica de crónicas y en un no menos hermoso
epílogo, Andrade dice que estos textos que conservan las malas costumbres de
los poetas, es decir que por una frase iluminada los poetas son capaces de dejar
arder la casa, estos textos, repito, bien pudieran ser el suplemento de una
crónica roja. Pero más allá de discutir si estos textos son cuentos, crónicas o
poemas, lo importante es señalar que están plenos de vida, de muerte, de dolor,
de sarcasmo, de rabia y cinismo como corresponde a la existencia. “Nunca tuvo
sexo –dice en uno de sus textos-, no sabía lo que era un beso, esas eran sus
confesiones alcohólicas, las que valen”. Un mundo “donde el hermano ignora al
hermano, y donde partes moribundas, fragmentos de hombres mutilados, coexisten
absolutamente solitarios y sin relación”, escribía el filósofo francés ya
desaparecido Giles Deleuze al reflexionar sobre los hospitales después de la
guerra. Así son los sanatorios, las cantinas, los hogares, los barrios, los
chongos, los cuerpos y las almas de Pedro Gil. Fragmentos de una demolición
cósmica, de un horóscopo que se corta en cuadros con un cuchillo y se los
coloca en un clavo, allí, a la mano, junto a la taza del baño.
En muchas ocasiones he repetido
que un poeta, un verdadero poeta, no selecciona los temas, son ellos los que lo
eligen. Lo elige la poesía. Eso es, precisamente, lo que uno presiente al leer
a Pedro Gil. Todo pareciera que está dispuesto: acciones, pasiones, culpas,
masturbaciones, traiciones, ensoñaciones y remordimientos. Todo listo y a la
espera de que la mano de Pedro Gil les infunda vida como la mano de Dios al
dedo de Adán en la Capilla Sixtina. Remarco esto de los temas, porque en los
últimos tiempos de visto el esfuerzo denodado e inútil de algunos jóvenes
andinos, jóvenes tropicales, jóvenes dominicanos, colombianos, peruanos,
ambateños, riobambeños, quiteños, por querer ser Charles Bukowski, olvidando
algo importante: se es maldito, precisa y exactamente por maldición y no por elección.
O como dice el mismo Pedro: “se creen malos, pero solamente son feos”.
Entonces, feos que “sudan el pan” por escribir las “memorias de un viejo
indecente”, mientras Pedro Gil, con naturalidad, con humor y desparpajo, nos
entrega “El príncipe de los canallas”.
Para terminar, un agradecimiento:
Gracias Pedrito, por tu valentía. Por el coraje de lanzarse de bruces al texto
y ser uno mismo. Gracias por enseñarme, a mí, que ya soy viejo: que los poetas
somos perfectos. Somos perfectos, porque cometemos errores.
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